Y en tierra, donde tu boca fue la negra cereza
que colmaría mi existencia,
bebimos del mismo tibio
malestar: porque el mundo
nunca fue repartido justamente.

No hay consuelo. Sólo una
caída en las fauces de un caimán,
una veleta que siempre apunta al morir,
más la perenne intoxicación
que nos hace pensar que existe la esperanza.

Así, yo tardé en darme cuenta
del daño en tu boca,
ofrecida a todos los vientos
de la nada… “¡Qué más da!”,
me escuché decir
mientras me deslizaba cada vez más hondo.

Todo nos propone la muerte.

Aún así yo decidí,
como un verdadero tonto de feria de pueblo,
soñar sin pedir a cambio.