El vello púbico se decide a ser rizado.
Cuando las calles están adornadas con pesas y
baila un oso negro en las circunvalaciones de la nada,
imagina o insufla un azufre que es él mismo.
Alto. El ritmo presuroso cavila,
se refina y detiene a contemplarse.
Ahora es la materia objetual. La alcancía de una semana.
Porque espera poco el oráculo que avecina la suerte del futuro.
Bochornos. Llantas derrapándose y calcinaciones de pelucas en el poblado:
motas sobre las motas son es la gente.
No la hoja de parra: cascos y mamparas,
desertificaciones que suenan hueco
y amasijos para sorber con popote un lujo inocuo.
Las manos están en los bolsillos del uniforme, aún.
Una gaviota perpendicular
acredita la osamenta de la tarde: la bahía se disipa
discrecionalmente –la materia calla y refleja.
No hay nada: hay una vida, la lentitud de días
después del refrigerio y los refrescos,
las involuntarias erecciones en el camión.
Pero algo está hablando sin cesar: chocolate con fervor.
Porque el polen es solar.
Si se acaricia los chamorros hay un trompo bailando
como gula de cielos despejados.
Troquelado. Arabescos pequeñísimos en cada molécula.
Se imagina proyectado en la avalancha y aparece:
un abdomen soporte de todo;
y el jocoque tutelar se desparrama en las vías, se busca
en los canales pequeños y allí establece
sus organismos. Finas tesituras.
Son olas que rebalsan malecones.
Sin un amigo bajo el cielo, el pavimento ladra más duro en los oídos;
se concatena el subterfugio de aburrimiento.

No estuvo el modelo de héroe en el aparador
y la emancipación se retardó:
un astro despistado debió cambiar de lugar
y probablemente chocó un meteoro y fue ignorado.
Así es el estar: una nube.
Llamó buscando confirmación.
Cuando ella levantó la bocina para responder,
él colgó el auricular,
sin querer, sin entenderlo.