El ejercicio de la poesía ha estado siempre vinculado históricamente con la juventud. Es la juventud una edad en la que éste puede aparecer de manera espontánea, a manera de pulsión, como el cauce natural mediante el cual se vierten al mundo las inquietudes, las pasiones, los anhelos: la externalización de la vida interior con el mero y simple recurso del lenguaje, encones rica en matices. En ella se anuda la ilusión con la experiencia vital cargada de la más genuina emoción, la que dejará ya su honda huella en la memoria casi de manera indeleble. Durante la juventud el humano se enfrenta por primera vez ante el mundo y lo mira a los ojos, teniendo la tarea de hacer un camino en sus entrañas: toda una vida que siempre pretende hacerse coincidir el deseo. Si bien, es también época de grandes decepciones, durante ella suelen empezar a madurar los talentos que germinaron durante la infancia en los más hondos recovecos del ser, que sólo necesitaban de un aliciente para desarrollarse cabalmente, y que nos permiten dar un sentido a la existencia, más allá de la duda y del dolor. La poesía de juventud se caracteriza fundamentalmente por su lirismo y su ingenuidad, entendida ésta no como carencia de formalidad, si no por el gran sesgo intuitivo que predomina en ella. Hacer arte con las palabras para reconocerse en él, para extenderlo al otro y así lograr una comunión, es casi la pretensión fundamental de la poesía joven. Que esas palabras excedan las fronteras simples de la individualidad y logren una vida autónoma, cargada de significación en el mundo –el mundo que es de todos y no sólo nuestro– ese suele ser el ideal de todo joven poeta.