En una hostilidad diferente en cada rostro sobre una carretera a la perdición por pavimentar con una aversión más con qué empeñarse a pesar del desinterés: en cosas así gastamos las horas.
Mira que ya no vuelven. Mira que, a pesar de los pesares, todo sigue igual: aquí y allá las bombillas eléctricas nos explotan, nos contagiamos de gripe, corremos con las camisas incendiadas de pavor, nos hincamos a lamer las botas del poderoso por sobrevivir.
Podemos mirar las estrellas, pero siempre serán inalcanzables. Oleremos el barro mojado de la tierra, pero hacia ella dirigiremos nuestro temprano cadáver.
El día es un patíbulo. Cada minuto tiene la forma de una horca. Y sólo podemos subir a ella mansamente sin pensarlo mucho, porque hay otros esperando, y no es bueno ser indiferente con el prójimo en momentos así.
Porque después de todo está el consuelo: ese lugar donde ya no es necesario sufrir un poco más sólo por hacer las cosas bien, lejos de las disputas cotidianas en las que vamos dejando la carne a jirones. Ese lugar donde hay fuertes raíces necesitadas de abrazarte para poder florecer.
Sólo allí, el fin último de la vida. ¡Qué importa que los gusanos se hagan refugio en tus cavidades oculares! Ya no podrás verlo.
La tierra es maternal con nuestro cuerpo. Recostados a su amparo, ya no necesitaremos despertar.