Se llamará piedra (Sudaquia, 2021) de Fermina Ponce es un poemario en el que la visión al exterior es como hacia un mundo primigenio, aún no traspasado por la violencia: un mundo inaugural, íntimo, que se nombra para hacerlo propio. La palabra tiene así, aquí, un sentido taumatúrgico, ritual y como mágico, ordenando el mundo y fijando en la memoria ya para siempre. Bálsamo para reconfortar el espíritu contra el desasosiego y el miedo ante lo terrible.

Si la poesía es un brusco don del espíritu, como lo escribiera Jorge Luis Borges, este don en su brusquedad no se vive sin cierto temblor, sin cierto como desgarramiento después de traer a la luz un poema como se trae a la luz a un hijo: partiendo la entraña y alimentándolo de la propia sangre.

La poeta nos hace notar que este libro es un voto de gratitud a través de la oración, un acercamiento con Dios que le trae el regalo de la paz interior. Su redención, una vez sosegados los nervios tras la batalla con la palabra como con un instrumento para apartar sombras y desalojar el mal. Un conjuro contra la noche, no la noche plena del amante, sino la del desamparo y la solitud.
En este sortilegio, la poeta puede convocar las palabras más propias como en un exorcismo, o rendirse al llanto reconfortante que purifica y limpia. Las palabas son entonces espejos que cristalizan la lucha de la voz por cantar sus afanes terrestres, sus deliquios y la dicha sobrehumana del encuentro de amor.
De pronto la autora hace gala de un erotismo fino y sutil que riega el texto como con un agua cristalina y la recorre tranquilamente, sin estridencias ni alborotos innecesarios. Y es que trasluce en este poemario una como voluntad de ser etérea trasparencia, que a veces busca las alturas, pero que muchas otras se repliega en los dramas del deseo mundano, de la carne perenne y de mismidad a flor de suelo, con los pies bien plantados.
Ponce no desaprovecha la oportunidad de rendir homenajes a sus poetas tutelares: Federico García Lorca (en un romance que se apropia del aire gitano de los suyos), Edgar Allan Poe, Nicanor Parra; en los cuales guiña al lector convocando signos de reverencia, pero también de complicidad. También honra la memoria de Vincent Van Gogh en el que los girasoles son marca de devoción artística y símbolo compartido.
“La poesía es el mar y la poesía es el ancla”, nos dice en un elocuente verso la poeta. Así sabemos que en este inmenso mar hay profundidades y superficies que el tesón sondea y explora. A ese mar han ido a parar las palabras de toda la humanidad; y de entre ellas la poeta escoge las necesarias y las que el momento demanda. Con su palabra arrojada a este orbe, la voz lírica se ampara y puede situarse en calma, mientras alrededor bullen el ruido y el abismo.
Como en tono bajo, casi murmurando, el expresionismo lírico de la autora nos lleva no sólo a los recovecos del interior, sino también a paisajes construidos con gracia, como los de sus dos haikús. Paisajes en los que ella puede respirar y sentir que son su lugar en el mundo. Y aún en la brevedad libre es capaz de encontrar la sugerencia feliz:
DOS VERSOS
Hora en punto en el sol de los venados.
Recodo callado para la belleza pura.
También, con cierta preocupación social, la poeta escribe un canto a las mujeres todas, a los inmigrantes. Y hace finalmente una especie de crónica experiencial de esta pandemia, en la que el encierro fue una nota que vino a causar desequilibrio. Los catorce “Poemas de esta pandemia” que cierran al libro nos llevan hacia la angustia de un confinamiento y una crisis que parecen no tener fin, recordándonos la precariedad de la vida que, a pesar de las adversidades, canta y resplandece en la poesía:
Fui fruta de algodón en lo que duró la ventisca
sabor a guanábana
color de pomarrosa
fui guayaba entreabierta mientras duraron las semillas
fui olor fresco entre mis manos
fui oración
y fui paz.
