La lectura de “Los seres vivos nacen, crecen,
se desarrollan y mueren” es falsa:
a veces se nace muerto o no se crece.
El aburrimiento es pendular y atraviesa el espacio
como cohete ríspido. Las moscas
hacen rondines y él piensa en chamarras, en ropa
que usará en invierno: sólo mangas largas
como los platanares ya podridos del patio.

La maestra es circular. Teje redes de palabras convexas
para quien es la misma biología en permuta:
neuronas, perfumes sebáceos, ansia de mandriles.
Quiere levantarse, huir de las defenestraciones,
disfrutar del coco y el requesón de un refrigerador semivacío.
El deslavarse sintomático del bolo alimenticio
por el tobogán de la laringe:
ese que canta de mañana al bañarse
sin importar la penuria que como nube de vapor lo cerca.

Ha nacido un enjambre de mosquitos en su ombligo,
se enredan en él como malla y hacen hincapié en los peligros:
picaduras, ronchas,
fiebres que casi rompen huesos
y dolor en la frente como de hambre
(como cuando no desayuna huevos tibios o licuados
de plátano antes ir a la escuela).

Solventar el pliego ácido del día que resta
es más difícil que claudicar bajo protesta de concebir
un feto cualquiera, con sus ligas
naturales y propicias,
sus piernitas alzadas como pedaleando un triciclo de aire,
en un cosmos ungido de sonajas.
Se trenzan carruseles de feria, los pelafustanes amados y temidos
en su mente horneando el churro del ocio;
hasta que la lluvia eclosiona y la voz de la maestra es destrozada
como esfera de cristal y
afila puntas y dibuja: adoquines imposibles como mándalas o
camiones de basura que cargan robles.
El simple triunfo del espíritu sobre la materia.

Es así como hay más palpitaciones,
nerviosidad por terminar y una presión arterial
que se exalta al embarrar el carmín
en catarinas, brillantes como besos extraterrestres.