Las vellosidades se enredan
en la tela y se jalan y duele, cuando su pene
reacciona a los recovecos imaginativos, al tacto
fortuito de las cosas
que parecen embadurnársele como plomo derretido.
La infancia, con sus girasoles,
sus plenilunios y salvajes trotes ha quedado como piedra olvidada
en camino solitario. Hay ahora especias táctiles
en que las yemas ensayan su floración,
testigos de aquelarres que han terminado en magmas:
son las piruetas del apetito
que estrangulan, apuran, deletrean alfabetos de mariscos.

Ha hurgado los cajones de la alcoba
los trapos que sudó encaramado a los árboles
junto a las canicas, las golosinas y un estuche de cigarros precoz.
Es vandálico el escrutinio, la palpación
de cada pinza, los ojales: desecha como rey dispendioso.
Un ángel vela el acto. Corta con espada de nardos
los lazos primitivos al que fue, prodiga talcos,
perfumerías. El potrillo se estira, hace ejercicios,
vivifica su recalcitrante sentido de ser,
se preocupa por los dientes superpuestos, calcula fechas
para aproximarse no al amor: al coito
que ha practicado con frutos y tuberías.
Algo celebra en todo alrededor: cohetes de semillas, inciensos,
cascabeles y magníficas gacelas.
Es un sacramento, mas él lo ignora.
Promueve cambios en las playeras.
Antes de recibir el bautismo de la calle, usa el primer rastrillo
y es erótica la acción
de espumar labios y mentón: que se posen allí los besos,
las escaramuzas incendiarias de la lisonja,
licores tan dulces como jarabes para la tos.
Hace un atado. Doble nudo a la bolsa. Camina.

Del vagabundo dormido en la acera anhela la libertad
y la noche ovula ya estrellas.
Su paso es gallardo y él se sabe dibujo al que han dotado
ya cada miembro coloreado, clepsidra
de donde surgirá el semental,
la maravilla de otros, de halagos
untados: mantequilla en pan fresquísimo.

Al dejar las trusas con los overoles en el bote,
despide el último aserrín de niñez,
saluda al poeta divino que lo está creando y vuelve a casa renovado,
por caminos de signos iniciáticos antes ignotos.