En una estatificación de cilindros, el joven a punto de ser hombre
ha vaciado los atavíos del día sobre el suelo jodido.
Ha visto la sombra fugarse
pero aún hay luz de colores y muchos trebejos
que arden en este cuartucho que es también su estudio.
Amó a una niña y a muchos niños
y el carisma de las evoluciones del pescado
a punto de saltar sobre la superficie; una cuchara
escarbó todos los helados
y el tenedor probó ser inútil en la sopa de letras.
Porque la dignidad es un enigma
es que mutiló las uñas de sus pulgares por sentir dolor
y se siente siempre en disforia de preparaciones:
como un marisma crocante y rabioso
más sutil por puro, pero
cabizbajo ante el diafragma de la vagina dentada
de sus preocupaciones.
Es por eso que agregó sal
al minuto. Y a la babosa que no significó lo suficiente para él.
Y queremos ver su verdadero cuerpo,
el del reflejo en el ojo otro del azogue a trasluz.
Allí vio las divinidades tímidas,
anexas al convento del deseo, traspasadas de serpientes
y no pudo contemplar su ano de pie.
Por la gracia, faltó un enjuague.
Nunca había tanto morbo en el emparedado de los dedos
que tocaban pliegues y traspatios
como la imantada coronación de núcleos y derroteros.
Mas en esa seguridad vacilante,
apareció un paraíso tal que era el solo barro adolescente,
en amasijo, nutritivo. Caricia del bálsamo
cuando no es viento,
zonas capilares vacías o excesivas,
la dermis intoxicada
ni el esqueleto bípedo en el marasmo de la profecía de la adultez.
Casi esquelas. Más las marquesinas y un par de platos
en la espalda y algunos números de la flexibilidad.
Se gustó sinceramente
con cierto horror bello. A no ser que el prisma
fuese una mentira de los libros evangelizadores.