Sé mi compañía
para el asesinato del amor.
El universo es una secreción oscura
supurada desde afilados vértices:
no hay asideros. Pero algo clama:
es un pájaro singular.
Una veladora contra el vacío.
Algo menos que una lágrima a punto de secarse.
Es ya el tiempo
de la resignación.
Imposible volver a la ceguera
que nos hizo buscarnos en otros cuerpos,
a los que no pudimos llegar.
Es la copa que rebalsa
esta espesura que no cesa de engendrarse.
Nada más.
Mañana estaremos separados,
ya distantes los remos que opusimos a todas las aguas.
Mi voz será algo solidificado,
tu boca un cristal sin reflejos;
y entre los dos se habrá erigido un iceberg,
un eclipse, un designio cualquiera:
esa suerte echada desde cada lugar de este limbo atónito,
del cual somos –¡oh dolor!– también un centro.
No más la conciencia
que analiza hasta el pecado
y disecciona el último átomo de lo vivo.
El destino está entonces en los huesos;
que son blancos.
Está en el polvo luminiscente
que circunda las estrellas.
En un barco formado sólo de puntos titilantes
que no iría a ningún lado.