Polvo somos, y en el polvo vivimos:
el polvo que recibe la sangre a raudales.

Si jóvenes y hermosos,
nos contemplamos en el espejo de otros
y tontamente nos enamoramos.
Porque el placer ha de durar la brevedad alucinada
que hay entre el polvo alzándose y volviendo a caer.

Es nuestra condena de nacimiento:
no tener consistencia;
que el viento nos arroje a las distancias;
enfermar al prójimo.

Y no saber siquiera procedencia.