Porque es bueno que la simpatía le cambie el ceño fruncido a la vida, y era mejor lidiar con tu carne y con tu hueso que con los fantasmas que acosan las soledades, nos buscábamos por los bares de esta fría ciudad, me enviabas señales de humo con tu cigarro de fiesta.
Y si eras como yo: impulsivo, desgastado de placeres, ebrio de deslices y de ensayo y error, ¿Por qué no darle una oportunidad a la ilusión y jugar a que éramos amantes sin disputa; dejar que tus cabellos despeinados cayeran a veces en el pozo extraño de mi vida? La embriaguez a solas no tiene mayor diversión si únicamente conduce a la locura.
Pero… ¿qué más quieres que te diga así, con este gusto a caramelo macizo, si ya habíamos acordado que lo que digo puede, indudablemente, ser utilizado en mi contra?
No, no es necesario que mienta, porque cuando nos quedábamos callados o nos insultábamos en juego, midiéndonos tontamente la soberbia, decíamos más de lo que creemos. Es imposible que neguemos con la actuación lo que nos dicta la entraña, la semejante canción que nos recorría las venas y nos identificó.
¿Cómo podía estar yo tan solo a la hora en la que hablaba con los enseres de baño frente al espejo?
Basta. Me reservo el derecho. No diré más. Porque la palabra es la más contundente evidencia; y el tribunal de la vida –donde la injusticia es ley– siempre habrá de condenarnos.