Debido al éxito de lectura de los cuentos presentados con anterioridad en este web, presentamos un cuento más de Javier Fausée (Puerto Vallarta, 1987).

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LAS CADENAS DE PAPÁ

Nunca olvidaré el día que mi padre entró a la boutique donde mi madre trabajaba. ¿Te has espinado con un nopal? Es casi imposible sacar la espina sin ayuda. A veces te acompañan hasta que ya no sirves para vivir. Aparentas vivir entre los demás que también aparentan estar vivos.

Yo tendría apenas unos diez u once años. Era un estudiante promedio, con corte de cabello de hongo, y pobre, como la mayoría de mis compañeros. Cuando eres niño no sabes que eres pobre; al menos yo no lo sabía hasta que crecí lo suficiente para tener que ganarme algunos pesos para comer. En mi salón se estaba planeando un viaje a Morelia, para festejar el fin de curso de nuestra generación, y con un año de anticipación se dispuso hacer el pago total en abonos. El viaje no era muy costoso… Mi maestra Aurora era la que organizaba el viaje. Una mujer de edad madura pelirroja natural. Siempre olía a flores y yo la quería mucho; era muy buena maestra, como pocas…  Alguien debía pagar esos abonos y nosotros ya teníamos dos pagos atrasados. Se suponía mi padre lo haría cuando cobrara; al menos eso le dijo a mi madre.

En una borrachera, a mediodía, se le antojó molestar a mi madre en su trabajo, llegando es su camioneta Ford roja que su hermano le había traído desde el extinto D.F, de donde toda mi familia es originaria: sangre chilanga. Cuando mi padre entró en la boutique estaba ebrio como de costumbre y alegaba que mi madre le había mandado descomponer los frenos de su camioneta.

—Ya casi me mato! -dijo él.

—Estás loco. ¿Cómo voy a descomponer los frenos de tu camioneta? -dijo ella para tratar de calmarlo.

—Seguro mandaste a uno de tus amigos. ¡Casi me mato! -volvió a gritar el borracho.

—Deja de gritar. Oscar está sentado atrás de la caja -dijo mi madre entre dientes. Ella seguro sabía lo que venía. Yo estaba escondido bajo el escritorio escuchando todo. Me dieron ganas de cagar, pero no podía salir de mi escondite. Me daba miedo la reacción de mi padre. Algunas noches atrás había ido a patear la puerta del pequeño cuarto que mi madre apenas podía pagar cuando una de muchas veces ella dejó a mi alcohólico padre. Recuerdo que teníamos que hacer un colchón de ropa porque el lugar rentado apenas tenía la base de una cama donde apenas cabíamos los tres. El lugar era frio y feo; la pintura de la pared se caía a pedazos por la humedad. Y de golpe la voz de mi padre me regresó a ese momento… Fue un putazo en la cara. El alegato entre mis padres era absurdo. Las peleas no podían faltar cuando mi padre andaba rojo de la cara de tanto tomar. Entonces gritó.

Yo solo quería que mi padre saliera, que se callara, pero seguía ladrando como perro rabioso amarrado.  Sentí que me cagaba en los pantalones cuando escuché a mi padre decir todo lo que él pensaba de mí. Estaba decidido a no pagar mi viaje. Todo se desvanecía a cada palabra. Muchas cosas dejaron de tener sentido y muchas más las tuvieron. Era lógico: el trato a mi hermana y a mí eran muy diferente. Cuando escuché sus palabras fue como si se apagaran todos los sonidos del mundo. La música de la boutique, el ruido de los carros afuera al pasar, el sonido del ventilador de techo, la ropa colgada en exhibición: todo se volvió una mezcla de nada. Yo sólo escuchaba su voz, confirmando lo que una vez mi madre me dijo mientras lloraba después de una de las incontables peleas que tenían cada vez que papá llegaba borracho y violento a la casa… Yo no le creí: mi madre debía estar enojada porque él llegaba tarde, borracho y pendejo… ¿Mencioné que era comandante de la policía municipal? Para mí, era una persona culera. Pero era mi padre y tenía su apellido.

Así lo recuerdo, a pesar de verlo seguido con su nueva familia. Para mí, era un gran esfuerzo hacer como si toda la mierda que mi padre por muchos años nos embarró haya desaparecido…Yo lo quería a pesar de todo: era mi padre, yo tenía su apellido. Mi hijo de tres años no sabe siquiera que existo. Maldita cadena de padres. ¿Es válido criticar a quien me dio apellido?  Él no servía como policía. “Ellos hacen el bien”, creía en ese momento…

—Ya va siendo hora que sepa la verdad: ¡que yo no soy su papá! -gritó mi padre para que yo escuchara bien-. Yo no voy a pagar nada de ningún pinche viaje.

Mi madre le respondió cosas que no entendí porque en mi cabeza solo escuchaba a mi padre decir que no era mi padre. Fue tan confuso. Yo ya me cagaba: me levanté y corrí al baño que estaba enfrente del escritorio-caja azotando la puerta. Después de eso ya no escuché los gritos de nadie. Se quedó en silencio todo el local. Sólo lloraba mientras cagaba. Sollozaba. ¿Por qué tenía que ser tan cruel? Él no era así sobrio. Varias ocasiones me llevo a pescar con cuerda con sus amigos y me presentaba como su hijo. Delante de ellos era muy amable y comprensivo cuando cometía un error: para quedar bien, supongo.

En el momento cuando supe que no era mi papá, todo se quebró. Una pieza de algo que hace una función vital dentro de mi dejo de funcionar. Desde ese día le tuve más miedo y apreciaba los momentos en que no estaba en casa; odiaba quedarme solo con él. Era como estar solo en un cuarto vacío con una piedra como compañía, solo que si la piedra estaba ebria te podía golpear. Ahora ya no quería estar cerca de él. A partir de aquel día en la boutique fue más duro conmigo. Dejó en claro que él no me amaba como padre y solo se fue alejando. Dejando el ambiente jodido. A mí. A mi madre…

Ella sólo me abrazó. Pero no bastó. A mí, me daba miedo sentarme a comer en la misma mesa que él. Una vez tiré un vaso de agua por accidente. Me puse tieso unos segundos hasta pararme por un trapo para limpiar.

—No sirves para nada -me dijo, con la cara roja de crudo-. Ni para tragar.

Mi madre no dijo nada. Ni siquiera volteó a verme. Yo esperaba que ella me defendiera, pero eso nunca pasó: al contrario, muchas veces yo tuve que salir a defender a mi madre de las amenazas y agresiones que papá le hacía, incluso con su arma de servicio.  Todos sabíamos que el comandante llegaría ebrio a la casa y yo le pedía a mi mamá que no le dijera nada, que no lo provocara, que ya no pelearan.  Pero a él le encantaba tratarla mal, golpearla y humillarla: al menos eso recuerdo de mi padre cuando éramos familia. Sus patadas, sus gritos: era un hombre culero. Mi madre era mediocre y no se daba un verdadero valor como mujer, dejaba que la trataran como basura, como una simple bacinica de mecos. Así pues, regresamos a vivir con el comandante.

Estuvo tranquilo sólo una semana. No aguantó ser una mierda como yo no aguanto estar sin una cerveza en la mano. Una noche mi padre, el comandante de la policía llegó a casa drogado y borracho. De la nada comenzó a insultar a mi madre y a romper cosas en el suelo. Mi hermana dormía y despertó asustada cuando escuchó que se azotaban cosas en el piso; se quiso levantar para ver qué pasaba en la sala, pero la detuve y la regresé a su cama. Le dije que papá estaba borracho; no entiendo cómo eso la tranquilizó, y la convencí de que no se levantara de la cama porque había vidrios rotos en el piso. Casi no teníamos nada y al comandante le encantaba reventar las pocas cosas que teníamos. Todo contra el piso, como si eso lo hiciera más hombre, más poderoso, menos pendejo. Cuando dejé a mi hermana en su cama salí a ver qué pasaba descalzo. Los vidrios no me lastimaban como ver a mi padre azotar a mi madre sostenida del cuello contra la pared. Escuché cómo su cabeza golpeó la pared. Creí que rompería el muro con su cráneo.

—Ya déjala, cabrón borracho -grité tan fuerte que seguro mis vecinos escucharon todo.

Corrí y lo golpeé para que la dejara mientras la cara de mi madre se desfiguraba al verme en ese estado.  Lauro la soltó y se salió al patio. Luego, subió con el arrendador a decir que mi madre estaba loca.  Ya lo conocían. Decía que mi madre lo quería matar. Si supiera que era yo el que quería verlo morir. Le dio a guardar su arma de servicio y regreso más furioso. Los vecinos bajaron a tratar de calmar el asunto. Ya lo conocían: se ponía pendejo de vez en cuando, pero también le tenían.

Seguro que alguien llamo a la policía, pero ésta nunca llegó. En otras ocasiones solo llegaba la patrulla y sólo le pedían que ya se fuera a descansar. Nunca lo detuvieron. Nunca hubo una sanción para el comandante. Pero terminarían corriéndolo del trabajo por salir positivo en una prueba de dopaje; entonces entró a trabajar como agente de seguridad en el aeropuerto donde conoció a otra de las mujeres con las que tantas veces engañó a mi madre. Esa mujer que destruyó lo que ya estaba destruido.

Una familia de padres pendejos, hijos confundidos y temerosos de lo que podría pasar cada vez que el sol se metía… Me daba miedo que el sol se metiera, porque sabía era su hora de llegada. Pinche culero, siempre. Hoy me siento tan él: otro alcohólico, otro perdedor que no supo ser un padre. Un puto egoísta, que no sabe que es un cáncer para los que lo rodean, un destructor de hogares, de vidas, del mundo.