Del surtidor de oro líquido en tu vientre
deja una lluvia caer en mí.
¡Que choquen y rompan sus picos sus estrellas
para quedar sin remedio mancas,
buscándose unas a otras en mi cuerpo
que iluminas con la emulsión de tu lumbre!
Dorado es el color de la suerte.
Déjame tan bien mojarte con mi cascada de afecto,
con mi chorro caliente de sol fundido,
con este rayo dividido en chispas que el aire redondea.
Fluyen por nuestros cuerpos accidentados
los diminutos ríos enfriados tan rápidamente.
Hemos derrochado la riqueza en un instante,
apostándola en un juego de niños,
en una travesura brillante y amarilla
que nos deja bruñidos, en suspenso mirándonos,
y nos hace abrazarnos más que amigos:
cómplices de la misma fortuna gastada,
del mismo vicio repetido una y otra vez.
Y otra vez.
Varias veces al día.