Los misterios y horrores que el vampiro exhibe y revela no son sólo exteriores sino que también se anclan en lo más profundo e interior del hombre: su inconsciente. El vampiro parece ser la encarnación de las fuerzas más primitivas y originarias del ser humano: su sexualidad, su ansia de poder y su brutalidad, sin que por ello el mito literario deje de tener su refinamiento ganado a lo largo de siglos de perfeccionamiento y adaptación. El vampiro parece haber personificado como ningún otro monstruo los terrores del inconsciente como un magma que subiera de lo profundo de la mente y cristalizara en la letra, fascinándonos con lo que de nuestras zonas abisales ha traído. Porque

El inconsciente manda a la mente toda clase de brumas, seres extraños, terrores e imágenes engañosas, ya sea en sueños, a la luz del día o de la locura, porque el reino de los humanos oculta, bajo el suelo del pequeño compartimiento relativamente claro que llamamos conciencia, insospechadas cuevas de Aladino. No hay en ellas solamente joyas, sino peligrosos genios: fuerzas psicológicas inconvenientes o reprimidas que no hemos pensado o que no nos hemos atrevido a integrar a nuestras vidas, y que pueden permanecer imperceptibles. (…) Son peligrosos porque amenazan la estructura de seguridad que hemos construido para nosotros y nuestras familias. Pero también son diabólicamente fascinantes porque llevan las llaves que abren el reino entero de la aventura deseada y temida del descubrimiento del yo. La destrucción del mundo que nos hemos construido y en el que vivimos, y de nosotros con él; pero después una maravillosa reconstrucción de la vida humana, más limpia, más atrevida, más espaciosa y plena… ésa es la tentación, la promesa y el terror de esos perturbadores visitantes nocturnos del reino mitológico que llevamos adentro.[1]

El vampiro literario, que a su vez proviene de la ancianidad de los mitos y los sueños colectivos de la humanidad, habiendo pasando de manera tan fácil y natural del folclor oral a la literatura culta, nos revela una parte de nuestra naturaleza que hemos negado y condenado históricamente, la parte de nuestros horrores, nuestra naturaleza diabólica, o lo que Jung ha llamado la “sombra”, la cual

lanzada por la mente al inconsciente del individuo contiene los aspectos escondidos, reprimidos y desfavorables (o execrables) de la personalidad. Pero esta oscuridad no es exactamente lo contrario del ego consciente. Así como el ego contiene actitudes favorables y destructivas, la sombra tiene buenas cualidades: instintos normales e impulsos creadores. Ego y sombra, (…) aunque separados están inextricablemente ligados en forma muy parecida a como se relacionan entre sí pensamiento y sensación.[2] Así, el vampiro, nacido de la imaginación, permanece en ella debido a la atracción que ejerce sobre lo “prohibido” que esconde nuestra alma, aquello que tratamos de olvidar y ocultarnos a nosotros mismos y a la mirada de la sociedad, pero que sin embargo está allí, justo bajo el dique de la conciencia. El vampiro no posee sombra porque es una sombra. Tampoco se refleja en el espejo, porque él es un reflejo y no tiene un doble en este mundo. El espejo, como todas las asociaciones del doble, representa la muerte. Y el vampiro no puede verse en él. Porque él es la muerte.[3]


[1] Campbell, J. (1959): Op. cit., p. 10

[2] Jung. C. G (1984): Los mitos antiguos y el hombre moderno. Biblioteca Universal Contemporánea: Barcelona, p. 117

[3] Ingelmo, S. G. (1999): Op. cit., p. 157