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Sus maneras tienen algo indefinible, que me extravía y me hace sentir por instantes flotar en el aire en un rapto particular. Me deleita descubrirlo hablar solo, entonar alguna cancioncilla, silbar de gozo mientras se ducha o atiende a los becerros del establo. O mejor aún: sorprenderlo a la orilla del río, recostado en la arena, mientas acaricia sus testículos y sus piernas pensando en no sé qué cosas de cara al cielo. Su sombrero de paja, su pelota de cuero, tienen para mí una significación tal, que me he quedado mirándolos larga, religiosamente, como se miraría una rosa abriéndose de golpe. Una rosa enorme y abierta: eso es su corazón que me brinda sus pétalos para que me cobije. ¡Un santuario todo de roja pompa en el que puedo habitar!