Según Quirarte, el mito del vampiro es efectivamente –y como ya lo hemos notado en el anterior repaso histórico– un mito cambiante, en constante evolución y metamorfosis, enriquecido y renovado por poetas, cineastas, escritores y artistas plásticos, pero que sin embargo conserva una sintaxis original.[1] Podemos decir que esta sintaxis original consta entonces de dos elementos indispensables para que el fenómeno vampírico se dé: que se trate del caso de un muerto que ha revivido, y que necesite alimentarse de la sangre humana (o, en su defecto, de la vitalidad o energía humana, como algunos ejemplos literarios han propuesto). Estos dos criterios hemos de usar en nuestra investigación para definir por igual al vampiro literario; los consideraremos su condición sine qua non.
La supervivencia del vampiro como mito ha sido explicada por numerosos teóricos y escritores. Norma Lazo, psicóloga, plantea que la fascinación por los vampiros se relaciona con su desafío a la muerte: el ser humano, ante la impotencia y frustración que le provoca su fin ineludible, ha encontrado en este personaje la ilusión de vencer su propia fatalidad.[2] Por su parte, Quirarte piensa que la supervivencia del mito tiene su origen en el hecho de que todos los humanos nos interesamos y preocupamos por los límites entre la vida y de la muerte, y que es únicamente el vampiro quien “los explora, los trasgrede y los modifica” con su propia naturaleza; explica que, como en la literatura el vampiro necesita del humano, “nosotros, quienes lo creamos en nuestros sueños o pesadillas, necesitamos del poderío de su metáfora para sentir la vida con mayor intensidad”.[3] Propone que nos atrae el mito del vampiro porque es una metáfora de la otredad; que el vampiro nos proporciona en la imaginación “algo en lo que jamás pensamos” porque es “todo lo que no somos” y eso, que es lo Otro, nos fascina. Porque además a través de él cumplimos deseos profundos, el de la inmortalidad, por ejemplo:
Si el sueño de la razón produce monstruos, de las criaturas nacidas de sus nupcias con la poderosa madre que llamamos imaginación, el vampiro es el más prestigiado, temido y admirado. La explicación de semejante omnipotencia se halla en que, no obstante, la metamorfosis que experimenta al separarse del mundo de los vivos, el vampiro conserva las características de los humanos, pero además consuma los deseos que nosotros, en nuestra limitada condición, apenas nos atrevemos a nombrar.[4]
Podemos afirmar que el vampiro tuvo un papel relevante en la cultura occidental de los siglos XVIII y XIX, no sólo por el significado que proyecta sobre la sensibilidad de la época y la facilidad con que éste reviste los temas que serán obsesión de los escritores románticos, sino también porque precisamente es esta figura la que durante este periodo histórico mejor representa un terreno que, a decir de Michel Focault, es que lo rige: el de la anomalía, cuya presencia, gestada a partir del siglo XVIII, “engloba, confisca, coloniza y absorbe” todo el siglo XIX.[5] Si bien, la teoría de la anomalía o anormalidad que desarrolla Focault se centra en los “monstruos humanos” (criminales, perversos, hermafroditas, deformes, etc.), lo cierto es que podemos delimitar ciertas de sus nociones capitales para aplicarlas a la figura del vampiro, que ciertamente no analiza, por tratarse de una figura mítica; aplicación que tiene su fundamento en el hecho de que el vampiro es también –y a pesar de su carácter fantástico– un monstruo humanizado pues su esencia es prioritariamente humana, la cual, habiendo sufrido una metamorfosis, se vuelve una deformidad horripilante de la naturaleza y un criminal en tanto se ve obligado a atacar o matar para alimentarse.
La noción de monstruo que propone Foucualt tiene un marco jurídico-biológico: su existencia no sólo viola leyes sociales, sino también las naturales, siendo una rareza, una fenomenología extrema que combina lo imposible y lo prohibido: infracción llevada a su punto máximo.[6] Lo cual podemos aplicar al vampiro porque, además, éste no sólo infringe las leyes de la naturaleza (las de la vida y la muerte, por ejemplo) sino que deja a la jurisdicción humana “sin voz” al demostrar su falibilidad, la pone en entredicho: recordemos que, durante la epidemia de vampirismo que asoló a Europa en el siglo XVII, los casos de supuesto vampirismo llevaron a los rústicos campesinos a trasgredir ciertas leyes civiles y religiosas, al profanar tumbar, exhumar cadáveres y practicar brutales rituales en la creencia de que así podrían hacer regresar definitivamente al vampiro al mundo de los muertos.
Por otra parte, el vampiro, como monstruo humanizado de la ficción es, al mismo tiempo que los monstruos humanos “reales” que estudia Foucault, un ser cosmológico y anticosmológico: es la mezcla de dos reinos (el de la vida y la muerte), dos géneros (el animal y el humano, cuando el vampiro puede transformarse en bestia); una mixtura de formas que trasgrede las clasificaciones y borra las distinciones absolutas entre ellas: la propia categoría de muerto viviente es racionalmente incomprensible en tanto cada uno de sus términos excluye mutuamente al otro. El vampiro es también, a pesar de su humanidad, una trasgresión al orden divino, razón por lo que su existencia sobre el mundo fuera atribuida por ciertos teólogos crédulos del siglo XVII a la obra del Diablo.[7] Así, el vampiro, al presentar la paradoja aparentemente insoluble de la vida en la muerte, sólo puede explicarse desde sí mismo y entra plenamente en la definición que hace Focault del monstruo:
La propiedad del
monstruo consiste precisamente en afirmarse como tal, explicar en sí mismo
todas las desviaciones que puedan derivar de él, pero en sí mismo ser
ininteligible. Por consiguiente, lo que vamos a encontrar en el fondo de los
análisis de la anomalía es la ininteligibilidad tautológica, el principio que
no remite más que a sí mismo.[8]
[1] Quirarte, V. (2006): Op. cit., p. 130
[2] Lazo, Norma (2004): El horror en el cine y la literatura. México: Paidós, p. 69
[3] Quirarte, V. Op. cit., p. 175
[4] Quirarte, V. Op. cit., p.175
[5] Focault, Michel (1999): Los anormales. Buenos Aires: FCE, p. 61
[6] Ibídem, p. 62
[7] Siruela, J. (2010): Op. cit., p. 31
[8] Ibídem, p. 62 y 63