Autor: Juan Rodríguez Prieto
Las personas se movían como seres plastificados, en una película de Tim Burtón. Elián se acercó por la calle Tomasa Estévez y pudo percibir el Banco Banorte en la esquina como un gigante rojo. Sólo lo separaba una calle de jardín Constitución, y antes de brincar observó a su izquierda el hotel el Monte, como una mole cristalizada.
Por qué las personas que caminaban junto a él en el jardín Constitución, no se cuestionaban que un jorobado con un ojo tuerto, avanzara entre la multitud. Se puso a reflexionar al levantar la mirada del suelo, donde pululaban las palomas, que eran alimentadas por los niños y viejecitos sentados en las bancas bajo los árboles.
– ¿Quién era aquél maravilloso joven que tanto amaba? – se preguntó Melisa sentada en su habitación, mientras contemplaba el cielo a través de la ventana. Todas sus amigas decían que estaba loca. Al amar a alguien que no conocía. Pero sabía que era alguien muy especial, por haber ganado su corazón a través de sus cartas.
Y tomó el sobre entre sus manos e introdujo una hoja con la respuesta. Si aparecía aquella noche, se casaría con él. Caminó por las calles hasta llegar a la escultura, donde encontró su primera carta. Él sabía que le gustaba acariciar aquel ser inerte, y aprovechó esto para hacerle llegar su misiva. Y ahora no podía vivir sin él.
Todavía podía recordar la primera vez que había visto a su abuela, después de muerta. Como una anciana mendigando una caridad, pero sólo mendigaba su cariño. Y ahora lo esperaba como un gavilán espera a su presa. Las campanas sonaron en la torre del señor del Hospital, y retumbaron en todo Salamanca.
Mientras las manecillas en el reloj se movían lentamente, supo que el momento había llegado. Y realizó una plegaria al Cristo negro, que se encontraba adentro del templo. – Nadie puede luchar contra el tiempo y el olvido – se dijo Elián entre labios; y precisamente por eso había hecho el trato.
No podía creer lo que había pasado. Clara pudo tocar nuevamente la piel de su nieto, como cuando era un bebé. Al igual que muchos difuntos, ella también podía regresar el dos de noviembre, cuando era atraída por las flores de cempasúchil, y los recuerdos con sus seres queridos.
Como todos los años observó como las luces la llamaban como lenguas de fuego danzantes en la oscuridad; y abandonó la pasividad de sus sueños placenteros, por el reencuentro con los que amaba. – ¡Abuela te amó!, ¡Nunca te olvidaré! – escuchó la voz de Elián cuando era niño, pero ya era un hombre desde hacía tiempo.
Y vino a su mente muerta los recuerdos de cómo se acercaba gateando hasta su mesa, para recibir un poco de comida. Elián era tan bueno; que lástima que los humanos no apreciarán esta belleza cuando estaban vivos. Clara deseaba que su nieto fuera feliz. Y una lágrima rodó por su mejilla, al saber que con su cuerpo jorobado, esto difícilmente pasaría.
La muerte sonrió mientras se daba cuenta que temía al olvido, tanto como Elián. Al estirar el brazo para que la sujetara – Anda tómalo, si quieres volver a verla – le dijo mientras lo trasportaba.
Ya no estaba más en el jardín Constitución, si no que se movían por las calles como una niebla pestilente. Igual a las nieblas que se forman con los vapores contaminantes de la Refinería Ingeniero Antonio M Amor. De niño Elián se imaginaba que sus torres donde resplandecían las llamas durante la noche, eran portales al infierno. Y no estaba tan equivocado.
Al llegar al río Lerma la Muerte observó los peces muertos, que anunciaban la cercanía de una de las entradas a su reino. Podía escuchar los cantos de las aves, muertas por los aceites y detergentes vertidos en las aguas del río. Y los cantos se elevaban como el vuelo de los pájaros marinos anunciando la cercanía del puerto, a los marineros fatigados en su regreso a casa.
Y rememoró al niño jorobado que la veía cuando vino por su abuela. – No te la lleves – le había dicho con esa mirada, donde resaltaba su ojo tuerto. Y por primera vez sintió compasión, se le había tejido entre los pliegues de su túnica negra.
Y la muerte sonrió porque se sentía terriblemente sola; y preguntó – ¿Estarías dispuesto a acompañarme en mi recolección de almas?
La abuela Clara no debía ver a Elián; y lo sabía. Porque sentía como se escapaba un poco de su vida, cuando la abrazaba. Estaba violando reglas con la Parca, y era un alto precio el que debería pagar. Así que tomó valor para decírselo aquella noche, cuando la muerte viniera por ella para darle un poco de materia.
Elián observó el terror en el rostro de la Muerte, mientras él cargaba uno de los costales de almas en su espalda. Y contempló la fuente de su miedo a las orillas del río Temascatío. Aquel ser que los observaba con sus ojos vacíos y una sonrisa hueca y sin alma. Era la calabaza de Halloween que los contemplaba con ironía, mientras destruía las raíces de su pueblo.
– ¡Mira! ésa es la comunidad del Cajón – dijo la Muerte – Junto a la de los Prietos, donde antes ponían altares para sus muertos.
– Pero ya no – agregó con nostalgia, mientras una lágrima brotaba de sus ojos vacíos. Y extendió su mano huesuda para abrir la entrada a su reino, bajo el lecho del río y las aguas putrefactas.
– ¿Por qué no se lo dijiste? – reclamó la abuela Clara a la Parca, mientras veían los alfeñiques en uno de los puestos de Michoacán.
– No quiero decírselo – contestó la Muerte – Además cuando muera lo conservaré como mi compañero – agregó mientras veía las canoas en la laguna.
– ¿Por qué? – preguntó la abuela con su sonrisa maternal.
– Porque me siento sola – dijo la Muerte – Además temo ser olvidada – agregó mientras contemplaba la máscara de un demonio y una bruja, que se habían colado a su celebración.
– No temas – dijo la abuela Clara – Sí lo dejas vivir y me haces un favor, te prometo que siempre habrá alguien que te recuerde en la tierra.
Y así la Muerte trasportó a la viejecita al jardín Constitución, después de darle un poco de materia por última vez.
La Muerte había tardado más que la última vez en traer a su abuela, y Elián caminó impaciente alrededor del quiosco del jardín, que se levantaba como un soldado de metal en la oscuridad. – ¿Por qué? – le preguntó a su abuela, mientras ella le explicaba que no volvería a verla o abrazarla.
– ¿Acaso no sabes que temo que mueras para siempre en mis recuerdos? – preguntó Elián soltando un sollozo desesperado.
– Mientras me recuerdes viviré por siempre en tu corazón – dijo la abuela desvaneciéndose en el aire de la noche, al depositar un beso en su frente. Y en una hoja blanca que había tirada se plasmó su rostro, con la sonrisa de sus días más felices. Y Elián recogió aquella hoja que atesoraría por siempre.
– Un trato, es un trato – dijo la Muerte y extendió su mano sobre el rostro de Elián, y sintió como su cuerpo se enderezaba y de su cara desaparecían las deformidades. Ahora tendría una oportunidad con Melisa, la mujer que siempre había amado. Ya no estaría solo, por esté último regalo que su abuela y la Muerte le habían hecho.
– Disfruta tu regalo – dijo la Muerte mientras se desvanecía en el aire, sabiendo que aquella familia nunca la olvidaría. Hay quienes dicen que aún ronda las calles Tomasa y Juárez, otros que el jardín Constitución, en busca de quién ponerle la joroba y aquel rostro.