Haciendo del pestífero silencio un festival,
el rapero es capaz de improvisar
de su vagancia en el peligro y de su derroche al gastar
el dinero siempre sucio,
sus excitantes preciados y su calmante amor,
las palabras netas, aflorando
en  rítmicas cadenas ajustadas al balaustre de lo real,
cual metrallas afrentando el vacío.

Le basta un cuaderno para escribir la épica moderna
de sus tropiezos y ambiciones
con el sudor y sangre de su celo.
Una pista y un micrófono para hacer callar
al otro que mide con él  su hombría encarnada en verbo.

El rapero es un truhan que baraja las sílabas de sueño
de su mundana forajida gloria
sobre el rostro tatuado de la ciudad.