10

Aquí, en el latido multiplicado de mis sienes, bajo el capullo ya maculado del placer, el escorbuto lamenta el invierno de tu grito. Déjame quemarme en tus aguas para probar que los jueces de la barbarie nos han exigido la condena que merecíamos.

Bastará un hielo perpetuo para padecer la noche que nos llama desde su órbita inexplicable.

Y siempre estamos bebiendo nuestra perdición, el último sentir de las mariposas negras. ¿Puedes verlo? Entre más me hieres, más nos separamos. Y más te amo.

Yo veo en tus ojos la ruina y más peco.

11

¿No sientes la excitación frenética de las navajas desgarrando tu vientre, donde las infecciones pululan y ríen?

Cuando te encontré fornicando con otro, sólo pude esperar que una lluvia ácida apagara las velas del absurdo teatro de mis alegrías.

Romeo y Julieta arden en su infierno, como nosotros comemos la carne cruda, como palidecemos bajo el arbusto espinoso y nos flagelamos por diversión.

Así envejecemos, nos extinguimos. Ya no habrá mañana en esas cartas que me mandas firmadas con lápiz labial y lágrimas.

La eternidad nos pide, para saciarse, penetrar en nuestros pechos destrozados.

12

El rapto de la belleza brilla en tus ojos opacos. Y porque el pecado es la sal de la vida, ofreceré mis rodillas hincadas al abuso del sentimiento. Ante todo, estamos hechos de nieve y pétalos infamantes. Y nada vale la pena. Ni la horca en que Dios nos hace bailar.

Aunque el mundo nos dé la espalda, los corazones se llenan de amor como de miedo. Acércate a la instrucción del íncubo. Fuegos fatuos seremos en el instante de la eternidad: el ademán irrevocable de la boca asfixiada. No el equívoco de esperanzas en que el pecho se desgrana sin saber su histeria.

Te amo. Estoy a tu lado en la distancia de la locura que incendia lujurias. Siempre te esperaré.