—Creo en ti. Creo en tu mano firme y segura, que me lleva con paso medido.
Creo en el paraguas que se abre como una flor protectora
y en tu sombrero ostentando su breve centelleo de elegancia.
Creo, también, en el encaje que me envuelve dócil a tus desgarros,
en nuestro vino y en tu copa donde me vierto y expando.
Creo en los paseos bajo el sol que muere al compás del reloj
y en la tarde que llueve en saetas inclinadas.
Creo en el instante en que los hombres huyen de la calle
a refugiarse en las paradas del tranvía, que es obra del Diablo,
y en el periódico que usan como techo a sus peinados.

—Creo en eso yo también. Y en ti.
Y en nosotros.