Como animal nocturno que entra a una casa a robar un bocado, llegaste a un pecho defendido con pasos silentes, y mordiste el trozo del corazón en que había una ternura que aguardaba aún madurar: de allí te alimentaste. Despertaste las rutas hacia la inocencia tibia de probar la piel con las garras sin romperla. Sentado en mis piernas, con mis manos en tu cintura, la respuesta a lo mutuo era conocida, mas ninguno quiso pronunciarla por no ahuyentar la placidez regalada ni el bosque neblinoso del domingo.

Mi boca apuraba tus besos como luces de otoño; pero la plata segura del día eran nuestras manos acariciándose a toda hora; y la extensión total de tu piel que recibí como a una hostia.

Cuando mis manos sobaban tu vientre mientras dormías, tu respiración se aceleraba presintiendo mi nombre, que acaso te hubiera marcado con un signo terrible del que no habrías escapado sin culpa.

Tu visita fue el aire limpio que entra a una habitación en ruinas. Cuando te fuiste, la melancolía se derramó de nuevo en los espacios conquistados. Y la pregunta, la misma, es: ¿pueden los hombres amar?

Son suficientes tres días para resucitar a un muerto. Son suficientes unas horas para derribarlo otra vez.