A Edgar Allan Poe

Bajo otro lodazal en podredumbre,
en un bosque sepia, has ido a sucumbir
bajo la piedra del amor enfermo de muerte.
El veneno del estupor,
la luz que ciega a colegiales aptos para el sexo,
resucitan dramáticamente frente al espejo
cada vez que las tijeras cortan un cuello
y el animal violento se acicala como si nada.
Yo sigo aquí en pie para recordarte.

Y la obsesiva risa del loco aúlla
justo al derrumbarse la casa de mis falacias;
tempestad de la sangre, alarma del plenilunio
que despierta la crueldad en zoológicos crepusculares
y en alcantarillas donde pernocta la fantasía.
Te perdería, si quisiera encontrar tu signo en el incendio
en que vivo pidiendo auxilio.

Pero no. Lo letal es la belleza: es el vacío amado
que anuda y aprieta el corazón
con la lujuria del canibalismo,
estos huesos licuados en sus propios tuétanos.
Es la serpiente que ahorca la fragilidad del amor;
el amor que se seca de tanto llorar.

En la oscuridad del silencio,
en este un castillo en ruinas plañendo,
tu demencia aguijonea a la mía como una música
y reluce como fuegos fatuos sobre la loza prometida.
Éste es el desequilibrio de la naturaleza:
el disparo en la propia sien, un huracán de pesadillas,
la carroña dispuesta para la fornicación.
Y todo es el carnaval donde te veo alejarte.

Nunca tuve tu inclemencia en mi taquicardia
ni el fuerte olor a humedad de tus zapatos
depositándome un beso muerto.
Toma, entonces, si quieres,
espíritu que ronda la vaguedad de estos balbuceos,
este cuerpo de mente que juega a destrozarse
para anunciarlo a la ciénaga de la decisiva perdición.
Pero, antes –te lo suplico–
átame a tu medida sin colmar; dame la sapiencia
de tus posibilidades perdurables ante la pavura,
el sentimiento adúltero
que dominaría una sola vez la escritura meretriz.

Tú pudiste haber trazado un final para mí,
maestro de oscuridades; una dicha secreta
más allá de esta realidad atiborrada,

esta cárcel de sonámbulos
en que exploramos la profundidad de lo tremendo:
misterio total, pacto suicida irreversible
frente a las matemáticas infinitas del horror.

Pero callaste sin dar algún nombre mítico
a la pestilencia de mi alma,
sin calcular mi último desvarío.

Yo…  sólo había estado queriendo soñar
compartir un poema contigo,
la mecedora donde habría de dormir para olvidar
que esta noche alucinada, con toda su fastuosidad,
no me trajo nada.