Sobre lápidas y mausoleos violentados,
en el antiguo cementerio, la niebla desciende cada vez más.
Un esqueleto ríe con dientes escasos
en el suelo fecundo en limos y hierbas malas.
Extrañas formaciones de vaho salen de bocas que tiritan
y picos de ruda labor van desgarrando las gasas de niebla:
son los saqueadores de tumbas que,
con la nobleza de su oficio plebeyo,
retribuyen al pobre en filigrana fúnebre y oro
lo que el tirano robó.

Dan las tres de la madrugada.
Con la hora satánica, los bríos aterradores
de los hermosos animales del mal su potencia aumentan,
ocultos, prestos a servir con elegancia a su amo y señor.
(No teman, hombres buenos de empeño.
De trabajo su campo santo es.)

Sigan andando sobre el cementerio en bruma
como sobre una playa sembrada de tesoros preciosísimos,
anden como niños en un huerto de frutos dorados.
Pero, sobre todo, hagan haciendo estragos en lo nuevo:
la simetría deslumbrante es capaz de cegarnos,
la desolación es de la muerte buena compañera,
la gloria de toda belleza reside en su propia destrucción.

Destrocen. El cementerio, en ruinas, luce aún más hermoso.

Y aún más: el alma que reposa en contemplación
sólo en penumbra escabrosa y desierta
encuentra el paisaje de sí misma.