Recuerdo muy bien aquello:
pensar en ti
con ese velo de hormonas que disimulaba tus torpezas
haciéndome revolotear entre paredes.

Esperar a que tocaras a mi puerta
como un niño espera el premio piadoso
de una golosina;
y apretarte al recibirte
queriendo exprimir,
del olor de tu ropa a limpio y a colonia,
hasta mi último suspiro.

Sonrisas a la menor excusa.
Brindar porque sí.
O ver juntos comedias estúpidas,
yo recostado en tus piernas,
comiendo pizza hasta que nos doliera el estómago.
Canciones de sopranos
para caramelizar esas tempranas noches
y apretar tu mano para llamarte la atención
a alguna frase que se asemejara a mi gozo.
Pensar que la vida sería buena
sin pensar en nada más.

Y esperar a que afuera hiciera buen clima
para que a tu regreso a casa
ni viento ni lluvia
pudieran desalojar mis besos
que se aferraban todavía a ti
para no resbalar desmayados,
ya por pudor,
ya de impudicia.