Cuando tenía quince años me hice mi primer tatuaje en la espalda: un garabato que había dibujado un amigo. Me lo hice en el estudio de tatuajes donde después yo sería el chalán. Mi labor era soldar agujas, lavar tubos y pinzas para hacer piercings y tatuajes. Antes todo ese asunto era algo muy rústico. Me dejaban hacer mis primeras perforaciones. En Puerto Vallarta, yo era el más joven trabajando en ese ambiente.
Hoy después de abrir una caguama y probar con su amargo sabor, después de 16 años, recordé a Rafa, un hombre, en aquellos tiempos, de más de 50 años, canoso y con unos lentes de culo de botella que al parecer no le servían de mucho ya que se acercaba las pequeñas piezas y fruncía el ceño como si eso le ayudara por unos segundos a ver mejor. Los sábados al terminar mi turno me pagaba Chuy, el dueño del estudio a quien le encantaba, como a mí, fumar mota. Al recibir el dinero yo iba directo al depósito de la esquina a comprar una caguama y regresaba a escuchar y participar en sus charlas. Ahí estaba Rafa, y me veía tomarle a mi vaso de litro lleno de cerveza. Volvía a fruncir el ceño para ver mejor mi rostro, a pesar de estar a un metro de distancia y sonreía.
—¿Por qué tomas cerveza si no te gusta?
—Si me gusta -respondí, mientras le daba otro sorbo-. Mira -le dije sonriendo.
—No, no te gusta la cerveza. Es amarga y te hace hacer caras.
—Es porque está muy fría.
Rafa solo sonrió y movió la cabeza. Llevaba 20 años sin probar alcohol. Tenía todo ese tiempo en AA el buen Rafa. Hoy mientras destapaba una caguama me volví a preguntar lo mismo que Rafa hace 16 años. ¿Por qué chingados me gusta la cerveza si en realidad no sabe tan bien y te causa un terrible aliento? No encontré la respuesta en la espuma que salía de la botella y llenaba mi vaso. Solo la bebí a grandes tragos y esperé unos minutos hasta sentirme bien otra vez, conectado con la sociedad, sus calles, sus depósitos, las personas con las que hay que convivir día a día que pretenden ser mejor que el resto de los demás. A mí no me engañan. Tienen la libertad de ser unos mierdecillas andantes. Yo tengo la libertad de beber.
La noche de ese día fuimos a la playa unos amigos y yo, acostumbrábamos tomar mucho alcohol. Todos cooperaban y el más grande de edad era el que siempre compraba el mejor lubricante social. Después de una borrachera en la playa se acercó una hermosa adolescente con ascendencia hawaiana, de enormes pechos y buen culo. Ya solo quedábamos pocos, la hermana de Perla y el más viejo de la pandilla. Eramos una extraña mezcla de todas las tribus urbanas. Yo vestía de negro y tenía el cabello largo; y Perla solo era una chica con dinero que buscaba algo de amor y aprobación. Sabía bien lo que tenía. Aun así, yo le gustaba: un metalerillo jodido. Sus grandes ojos me atraían, pero su reputación me hacía dudar. Ya la había cogido un par de veces antes, pero esta vez estábamos en la playa a un lado de un edificio en obra negra. No sé de dónde sacamos una silla y nos fuimos a sentar justo a unos metros donde reventaban las olas. Yo me senté en la silla y ella en mis piernas. Nos empezamos a besar y yo acariciaba sus hermosas piernas y levantaba su falda hasta sentir su tesorito. Era una chica hermosa de verdad.
—¿Quieres que te la mame?
Yo no respondí y solo la aparté para sacármela, estaba dura y ella se hincó en la arena y comenzó a mamarla. Había luna llena y el mar estaba muy tranquilo. Las olas apenas reventaban y ella lo hacía con tanta vehemencia y alcohol en sus venas que en ese preciso momento la amé y supe que ese recuerdo duraría para siempre. Entonces me la apretó y se levantó rápidamente. Se alzó la falda y se hizo a un lado la tanga; me dio unos sentones. Ella ya estaba lo suficiente mojada para que entrara sin mayor esfuerzo. Levanté toda su falda para ver su hermoso culo, subía y bajaba mientras ella gemía y apretaba mi mano: yo sabía que ella lo estaba gozando más que yo. La luna brillaba en su largo cabello y ella volteaba de vez en cuando para ver mi rostro y aceleraba más.
—¡Perla!
Se escuchó a lo lejos el grito de su hermana, mientras ella nos hacía una seña para que viéramos que el guardia del edificio en obra negra nos estaba mirando. Volteamos rápidamente y el bastardo se estaba sobando el bulto; nos vio y tomó su radio. Yo estaba a punto de venirme y ella se quitó bruscamente. Mi pene se quedó al descubierto a la luz de la luna. Me lo guardé mientras ella se acomodaba la falda. Nos levantamos y nos fuimos alcanzando a su hermana y al grandote de su amigo. Perla quería seguir y yo quería llevármela a mi casa, pero ellos ya no la dejaron ir conmigo. Su hermana se la llevó y me tuve que ir con las ganas. Ya eran las 3:00 am. Ella sólo dijo adiós.
Me fui borracho a la casa y a medio coger lamentando no haber terminado rápido: esa cogida estuvo buena. Como de costumbre, llegué a la casa y fumé un poco. Después dormí hasta al amanecer y volví a fumar hasta quedarme dormido otra vez. Odiaba las mañanas. Mi madre estaba en casa y todo el tiempo jodía con que dejara de fumar esa mierda porque le hacía doler la cabeza; a veces me golpeaba la puerta de la habitación enojada y reclamando. Era domingo y yo estaba más crudo que un pescado. Volví a pensar en Perla, sus pechos y sus nalgas. Me masturbé con las imágenes en mi mente. Mi madre se fue a trabajar y me dejo algo de dinero; como de costumbre, lo primero que hice con el dinero fue comprar más cervezas.
No recuerdo bien cuando tomé mi primera cerveza, pero sí del día que por primera vez probé alcohol. Iba en primer grado de secundaria: tendría unos doce años y mi padre tenía un par de botellas de Chivas Regal. Yo ya llevaba semanas con la tentación de sentir el efecto de esa mierda. Un día llegué a la casa más temprano de lo normal; un maestro no había ido a trabajar y nos dejaron salir hora y media antes. Ese día no había nadie en la casa y mi padre no llegaría hasta la noche; entonces aproveché para servirme un poco de wiski en un caballito y lo tomé de un solo trago como lo había visto hacer a mi padre y demás personas con el tequila. Me quemó la boca y la garganta; la sensación al pasarlo fue terrible, pero el sabor no era tan malo; entonces me serví un poco más e hice lo mismo; tapé la botella y me senté en un sillón de la sala. El efecto no se hizo esperar: me volvió aguado, risueño y un poco mareado. No sé porque comencé a reír a carcajadas, por un minuto no pude parar y estuvo bien, no me sentía mal. Entendí. Entonces era eso por lo que todos bebían: se sentía a gusto, y por las siguientes semanas seguí haciendo lo mismo con las botellas de la casa; a veces había de diferentes colores y sabores. No podía distinguir entre algo de calidad y licor barato. Sólo lo bebía cuando no había nadie en casa: me gustaba estar solo.
—Me duele la panza -le decía a mi madre para no ir a la secundaria.
—Está bien. No vayas. Tomate esto -me daba una pastilla- y cuando te sientas mejor limpias la casa.
Yo fingía tomarla. Así me quedaba solo toda la mañana, hasta que un día vinieron unos amigos de mi padre y se acabaron todas las botellas de la casa. No hubo más botellas por un tiempo y después simplemente lo dejé pasar, las peleas de mis padres eran cada vez más continuas y entonces la familia se fragmentó: mis padres se separaron el mismo año y yo me fui a vivir con mis abuelos. Un par de años más tarde conocí la marihuana y la piedra, mucho antes de volverme alcohólico por los siguientes quince años.
Durante mi adolescencia desfilaron varios personajes clave que marcaron mi vida. Ellos tenían algo: bueno o malo para compartir, algo que aprender, buenas y malas costumbres. Yo era muy influenciable ante las experiencias nuevas que llamaban mi atención y me permitieran revelarme y sentirme libre, aunque fueran puras chaquetas mentales. Así desde joven tomé esta senda. Pasaban semanas incluso meses sin que yo estuviera sobrio, siempre andaba algo normalmente alcoholizado. Las cervezas eran lo más fácil de conseguir, igual que la marihuana, igual los cigarros. Fumé bastante antes de los veinte.
Ablandar chicas con unas cervezas era lo más efectivo. Se ponían demasiado accesibles y sexuales: desinhibidas. A veces cogía tan borracho, que me sorprendía de la chica que despertaba a mi lado después de la borrachera. Era muy común terminar la fiesta en mi casa, He vivido en una relación de odio y amor con el alcohol: a veces lo detesto y otras más me aferro tanto a él que resulta vergonzoso.
Un día, después de tomar algunas pastillas y mucho alcohol me dieron ganas de mear junto a un canal que desembocaba al mar, era en su mayoría basura y aguas negras.
—Espérame tengo que hacer pis.
—Apúrate yo te hecho aguas -dijo Carlos mientras se volteaba para no verme la pija.
Yo me paré al borde del canal y al mear no recuerdo que pasó; sólo cerré unos segundos mis ojos y cuando los volví a abrir estaba con la mierda del canal hasta el cuello y un pato molestando alrededor, Carlos entró a sacarme del canal; ambos vestíamos de negro y con botas hasta la rodilla. Con el susto se me bajó la borrachera. Así que mojados, entre risas y apestosos a mierda, entramos a un depósito a comprar más cervezas…