En “Un muchacho de cabellos rojos” de Gabriela Rábago Palafox [1] la lectura es decididamente ambigua. Juega con la incertidumbre entre dos posibilidades latentes: el hecho de que los sucesos paranormales sean producto de una condición alucinatoria del niño protagonista de la narración, afectado por un trauma psicológico, o bien, que efectivamente los hechos sobrenaturales tengan lugar exactamente como se narran.
En este ultimo caso, la historia trataría de un niño de diez años llamado Luisito que pierde a sus padres en un accidente automovilístico, pues fueron atacados por un ser no humano. Al ir por la carretera, un niño de más o menos la misma edad de Luisito les pide que los lleve consigo. Sin embargo, el padre se niega. Más adelante el mismo niño reaparece flotando sobre el aire frente al carro, a la altura del parabrisas. Mueve suavemente sus brazos y piernas y el viento tira hacia atrás su caballera rojiza. El muchacho es descrito como “extremadamente pálido, con hondas ojeras y labios delgados –muy rojos, como si los tuviera partidos por el frío y empezara a brotarles sangre”[2]. También se dice que “la expresión de su rostro era horrible; que tenía los ojos y la boca enrojecidos, como llenos de sangre, y que sus dientes eran largos y afilados como los de una rata”.[3] Flotando sobre el coche, con el cuerpo vuelto de un color verde intenso y brillante, causa que el padre gire y pierda el control, estrellándose contra un acantilado. Los padres son encontrados desangrados. Como el niño se salva, es adoptado por sus tíos. El niño entonces empieza a cambiar mucho y da señales de un cierto vampirismo: se dice que tiene una gran palidez y unos dientes magníficos, además de que duerme, muy curiosamente con las manos cruzadas sobre el pecho, como los muertos y los vampiros. También está ya obsesionado con la sangre: la relaciona con la vida. El niño se comparta eventualmente de otras maneras muy extrañas, indicando que pronto podrá volar tal como el niño de la carretera y con movimientos excéntricos, pero armoniosos. En tanto el tío sufre de una enfermedad de la sangre que le hace perder glóbulos rojos y debe retirarse a descasar. De seguir con la lectura sobrenatural, algunas noches el muchacho pelirrojo llama ansiosamente a Luisito desde el otro lado de la ventana, siempre de noche, y la tía, que sigue cuidando del niño, se trasforma acaso también, y sin que se explique cómo, en una vampira. Aparentemente una noche se posa cerca de la cama del niño de manera muy misteriosa y de madrugada, “muda y helada como una estatua del mármol”; el niño, habiendo estado dormido, despierta como automáticamente, y quiere hablarle, pero su voz no lo obedece; los ojos de la tía son fascinantes y relajan el cuerpo del niño hasta hacerlo sentir como una cáscara vacía. A la mañana siguiente, Luisito siente que una mano invisible lo sujeta por la nuca, lo atrae y lo domina. Voltea y allí estaba la tía Sofía
con los ojos relucientes como vidrios, la piel traslúcida, la boca abierta y húmeda como las fauces de un perro cuando olfatea el alimento. La miró avanzar hacia él: sintió que el frío de su cuerpo lo iba envolviendo, se le metía por los poros, lo traspasaba. Se dejó caer en el abismo de esos ojos. Sintió los colmillos, la lengua, los labios que se apoderaban de su cuello, de su sangre, y supo que pronto sería un muchacho pelirrojo y verde como una fruta verde. Casi fue feliz.
Un hilo se sangre resbaló y se enjugó en el piyama.[4]
Como observamos, tenemos bastantes rasgos que nos permiten hablar de una figura vampírica. Los elementos llegan a ser muy clásicos: la palidez extrema de los que serían los vampiros, el tema de la sangre como alimento de las criaturas sobrenaturales, los colmillos, los ataques durante el sueño. Sin embargo, nuevamente encontramos sincretismo en este cuento con el folclor y la mitología oral regionales de este país; pues en México existe una leyenda acerca de una mujer fantasmal vestida de blanco que en las carreteras solitarias de la noche pide aventón a los transeúntes desde una orilla. Hay varias versiones del mito; pero las más comunes afirman que si la llevas contigo, en un momento, varios kilómetros adelante desaparecen misteriosamente y sin dejar rastro del automóvil, o bien, que, si te niegas a llevarla, en un momento, kilómetros adelante se le aparece al conductor, haciendo que pierda el control del auto y choque y muera.[5]
[1] Ibídem, pp. 35-41
[2] Ibídem, p. 35
[3] Ídem
[4] Ibídem, p. 41
[5] Un rescate de este mito, referido a Castaños, Coahuila, se consigna en: Recio, Dávila María Concepción (comp.) (2003): Entre la realidad y el mito. Universidad Autónoma de Coahuila: Saltillo, p. 163 y 164. Basta hacer una consulta rápida a un buscador de internet para comprobar que este mito oral se conoce en otras latitudes del país, con algunas variantes, pero conservando generalmente una sintaxis básica: la mujer que a la orilla de una carretera pide aventón, y aparece en los automóviles y desaparece de ellos.