Ya la primera vez que te miré quise prenderme de ti. Como un halcón a un blanco conejo, mas benévolo, te me acerqué. Así te conocí mejor, me conociste. Hasta llegar, con naturalidad portentosa, a congraciarnos: la escuela, nuestras casas próximas y los fines de semana. Para su salud, te abrí mi corazón mil veces suturado como a un azar generoso. Cada momento contigo era una flecha de luz que más me reblandecía.
Te buscaba y esperaba paciente, como la raíz al agua. Tu cercanía suavizaba la despreciable grisura de los días. Mi inquietud se domaba en tu casta voz. Y entonces pastabas tan confiado en mí; que no supe alguna vez si te quería como a hermano conquistado. O como a un príncipe. En todo caso, yo te habría venerado como a un dios efebo.
Flaco y rubio como espiga, todo fuiste de consolación y ternura; placentero dulce de leche del que habría anhelado emborracharme con la voluntad y sabiduría de mis años, poco a poco. “Eres hermoso”, te hice notar por tanto. Y esperé que reconocieras en esa frase un dictamen irrevocable, eterno.
Yo sólo podía acceder a ciertas zonas de tu ser, robando gotas de sangre de tu corazón para alimentar al mío. Mas te amaba a cada instante como amigo fiel, pendiente de ti de un modo familiar y seguro. En tanto, ambicionaba tu abrazo. Y en la intimidad mi instinto se rendía a la admiración furtiva de tus pies: frutos de oro, dechados perfectos.
Pero luego ya te habías ido: de pronto, como llegaste. Una ardua distancia de países se volvió a erigir entre nosotros que este verano no sabíamos que el otro existía. Me siento amputado de ti. Recónditos filamentos fueron tirados con brusquedad doliente.
Mas ensanché por ti, con esclarecido y caro ímpetu, el volumen de mi depreciada bondad. Y eso fue verdadero regalo sideral.
El invierno está muy cerca. Sin ti será más frío. He comenzado a enfermarme.