Estás lejos;
y mi mano no puede acariciar un segundo el fieltro de la tuya
ni mi voz (ahora como un vidrio roto)
resuena junto a ti como una queja
que entre el ruido más grave de la vida se perdería.

Estás lejos (te siento lejos);
y he pensado en ti
como un niño con gripe, apartado en su camastro,
piensa en reunirse con los suyos. Y he querido
rechazar, arrugar como a un papel inútil la desazón
de no poder desanudar el laberinto de los días hasta encontrarte,
llegando a un horizonte cercano,
y mirarte como a un pequeño sol de los minutos
llenando de colmenas el momento,
certificando, con algo menor que una mirada cómplice,
la risa ciega de lo que también siento mío:
tu callada belleza de amigo.

Es como una miel que se derrama desperdiciándose,
pero que aún es dulce. Y clara. Y espesa:
el brillo de un afecto puro hasta las lágrimas.

Es el egoísmo piadoso.
El miedo difuso de perderte, que me pierdas,
como se pierde, olvidado en un pantalón, un billete,
y luego se moja y ya no sirve.

Y una como obligada necesidad de espejear el optimismo
para demostrar su valor,
viendo en ti, por los dos, lo hermoso que hay en mí.
Y que puedas hacer, seguro, lo mismo.
Una vez al menos,
acaso, todavía.