En esta fotografía estamos todos los primos
(menos el ángel que murió de sarampión) por dictado
de nuestros padres. Yo, de apenas 19, aún con bozo
y sin signos de barba, en traje que me luce torpe.
A la derecha: Soledad, a la que gano
tres primaveras, circunspecta
y sin sonrisa como un cirio votivo, oscuro
objeto de mis atenciones, vestida de holanes y falsas perlas.
Luego Paulito, castaño y travieso,
cuya sonrisa debimos moderar,
con tirantes y zapatos bien boleados.
A la derecha Carmen, ensimismada y soñadora
como una pluma que se desprendiera de un ave al vuelo;
con encajes que la hacen lucir mayor.
Y, el más pequeño, Rubén, marinerito,
con su mejor juguete –un boxeador de madera–
entre las manos egoístas.
Fue una tarde más bien de rigores.
No pudimos divertirnos, ni disfrutar
la bandeja de golosinas por no estropear las mejores ropas.
Y todo eso fue lo único interesante del día.
¿Lo recordarán ellos tan bien como yo?