Los desesperanzados niños ­–compañeros, amigos–,
con encogidas piernas esperábamos
(esperábamos qué? no importa: sólo esperábamos)
en el recinto sombrío. La noche había extendido ya
su sábana de melancólico negro azulado
cuando la jeringa punzante brilló a la luz de las débiles cerillas.
El vagón vencido de la estación sin uso crujió lastimosamente
cuando nos tiramos al piso y abrazamos nuestros cuerpos.
La fiebre se aposentaría en nosotros por días.
Pero todos estábamos acostumbrados.
 Durante las siguientes diez horas
el vagón ascendió por el aire ligero,
las estrellas se diluyeron en un cielo acuoso
y algunos susurros salían de entre la neblina que nos rodeaba.
Los árboles eran caracoles luminosos, y toda la visión
un fosforescente sueño compartido.
Podíamos ver las ternuras de la pasmosa noche
a través de ventanas radiantes,
pasajeros de viajes perdurables,
avecinados a nuestros cuerpos calientes, extasiados.
Pobremente puedo tan sólo insinuar
la armonía inexplicable que ante nosotros se desenvolvía,
esos ritmos que eran de algún modo extracorpóreo aprehendidos,
el sentido en expansión, el viento de formas envolviéndonos,
sus mandalas descifrando la madeja absurda del presente.
Lentamente cayeron fascinantes pétalos, copos de luz,
pelusa, botones de fuego; y las líneas de todo se confundían,
y los objetos esféricos se contraían. La risa traviesa de otros niños
me hizo entender que nunca estuvimos solos.
Había quienes entendían nuestros juegos
en otro lado del mundo, y nos saludaban.
Éramos inocentes y sinceros.
Siempre lo hemos sido.
II
Con el boleto en mano, subo al tren de la ciudad
parecido a un pesado gusano de hierro.
Mi gastada gabardina abriga el vespertino diario
en el que busco empleo.
Algunos viajes siempre van a llevarte por monótonas venturas,
de elegancia carentes, en cuya repetición reside la ordenación preciada
de los hombres cuadrados y graves.
 Pero otrosposeen el encanto de la magia expresándose:
el ancestral encuentro de los que buscan
con el maravilloso el mundo de las visiones.