Infaltable en la verdadera ciudadela de hierro
es el pornográfico cinema,
agazapado entre callejas donde se ilumina el rojo.
Puedes reconocerlo por sus fluorescentes luces,
sus anuncios que son fotos de prostitutas en faldas de colegiala.
Cuando te acerques un chistido te llamará
para que pagues por sexo
en algún motel con regaderas frías.
(¿Conoces esos cuartos maltrechos
que los adictos rentan para drogarse?)
Si entras podrás comprar cigarrillos y gomas para mascar
en su deficiente tienda de refrigerios.
Es la diversión del obrero pobre
que duerme en el mismo cuarto que su madre.
Es frecuente que en sus pasillos o escaleras observes
ojos buscando al que atiende las señales,
manos que encuentran a un bulto pulsante
o al botón que encarcela a ese falo que se erguirá en el circulo
de jugadores que gana y pierde elementos.
Algunas manos cambian a una boca sin rostro en la penumbra,
pero no podrás reconocer a nadie afuera entre los que escupen la acera
o limpian su nariz.
Es el consuelo del cojo.
Al salir entenderás que los dueños del cine
–que son la pareja de ancianos que te cobró la entrada–
son cómplices de lo que acontece en los baños,
donde residen los espectáculos mayores
y un ojo husmea a través de un orifico estratégicamente colocado
en las delgadas pareces que separan los pestilentes escusados.
La entrada cuesta medio salario mínimo.
Y la permanencia es voluntaria.