I
Porque el mundo se volvió una extensa llanura devastada…
que dolía en cada mirada y en cada respiro,
cavamos un refugio bajo la tierra
y lo acondicionamos con harapos y huesos.
Nuestra proclamada unión ardía en el centro,
calentándonos.
Las bestias padecían a nuestro alrededor
y caían lánguidamente sus cadáveres.
La tormenta hacia estragos en la roca fuerte.
Por doquier se extendía el dominio de la sombra.
Recogíamos semillas arrancadas por la mano del viento
y con agua turbia las comíamos.
Cazábamos inmundos lagartos,
serpientes reptando entre escombros,
robábamos la piel al débil recental
para cubrirnos la vasta carencia.
Así fueron los días del primer período,
y sus hechos quedaron asentados.
Luego vinieron los días de la luz;
su anunciación fue un enorme cometa.
Salimos de la cueva donde vivíamos sepultados
y pudimos ver para emigrar. ¿Hacia dónde?
No importaba: únicamente emigramos.
Pero uno entre los dos había sido preñado
y su andar era pesaroso y el vientre le crecía
y su necesidad multiplicaba la angustia.
Rápidamente la oscuridad devoró a la claridad
y el astro que nos abrigó en el peregrinaje
se esfumó en la distancia.
Permanecimos a mitad del seco páramo
dándole la espalda al verdor que alguna vez resplandeció
allá al final de los tortuosos caminos
tan sólo para seguir la relación de nuestra historia.
Y fue así que concluyeron sus días.
Una vez erigida la nueva madriguera,
el padre del hijo que había nacido
huía avergonzado de sus manos vacías
allá donde los lobos, para lamentarse bajo la eclipsada luna,
presente en nuestra desgracia.
Entonces, una noche mirando una fiera comer a un igual enfermo,
concibió la idea que cambiaría nuestra existencia:
vino con sus severos ojos serios, y con un cuchillo
sangró para la criatura taciturna.
Cercana, la madre asentía en la contemplación.
Y el niño bebió en los días mientras palidecía el padre
hasta que la última chispa de su menguado fuego interior
crepitó en una ominosa renuncia.
Y una vez que el hijo y yo nos fortalecimos con su carne,
comencé el relato del tercer periodo.
II
Esta noche se consuma nuestra historia.
Durante los días posteriores al fin del sacrificio del hombre
el hijo creció y creció; de mi tiempo comiendo.
En ocasiones lo despreciaba porque me arrebataba.
No podía matarlo porque aún lo amaba.
Me flagelaba la dura certeza de su hambre
e igualmente me consumían sus ansias satisfechas.
Pero el tiempo es el desatador del cambio,
y hasta el metal más duro lo muta o lo aniquila en tiempo.
Esta noche se consuma nuestra historia
dictada por la cruel certidumbre de la inopia.
Lentamente los ojos en su cabeza
próxima a mi pecho estéril se cierran
y con ellos los mío también ¿Se despiden?
¿De qué? Si desde hace mucho nada fue nuestro…
porque el mundo se volvió una extensa llanura devastada.