“Lorquiano, místico vampiro” es un relato paródico de Gabriela Rábago Palafox, de su libro La voz de la sangre (1990) que nos perfila a un vampiro melancólico, byroniano, como el cliché lo índica, de rasgos aristócratas, dibujados a la manera más prototípica y tradicional:
un vampiro de gran capa negra con esclavina ondulante, con esclavina verde; y cérea palidez, gélidas manos, amplia y traslúcida frente donde se mostraban los pensamientos que recorrían la hermosa superficie curveando como peces en el agua. Era éste el vampiro noble –conde o duque, no sé– y romántico, distinguido, rezumador de melancolía. Si hablaba, la nostalgia que de su boca fluía tomaba cuerpo ingrávido, viajaba por la atmosfera del castillo, se enrollaba en la garganta de los visitantes como una niebla de río, e invitaba a llorar con abundancia incontenible.[1]
Se trata de un vampiro que pasa el tiempo solo en su castillo (cuyo escudo heráldico ostenta un murciélago, y está rodeado de bruma y lobos, y a cuya frente la gente se santigua: y es que los pueblerinos piensan que la maldad “resuma por los muros del castillo” y hasta han pensado bendecirlo) vacilando “entre lo cursi y lo amargo”, declamando poesía, lamentándose por amor, tocando en el plano música de Chopin. La ambientación del castillo es algo lúgubre y se decora con tapices con escenas del medioevo. Sin embargo, no se llega a determinar con exactitud si se trata de un vampiro en realidad, pues se nos dice que su cena “ritual” consiste en tomates rojos en ensalada con vinagre tinto y granate, cerezas en almíbar y filetes apenas pasados por las brasas, gruesos y jugosos. Sin embargo, había mordido en el cuello a una gitana que se le había entregado, de quien queda enamorado y por quien llora, si bien tampoco se aclara que le haya bebido la sangre.
El aspecto paródico de este cuento se hace evidente en la cursilería que se sobrepone a la supuesta amargura de la vida solitaria y enamorada del vampiro, en su alimentación desacralizada, su snobismo, y lo superfluo de su gusto poético que le hacen tener una actitud afectada, que nos llega parecer pretenciosa y que se ironiza con un tono que lo matiza como ridículo, llamándolo reiteradamente “personaje”:
Por encima del mantel que parecía un camino, suspiraba el personaje y decía que su ambición desahuciada era el anhelo humilde, reverente, de haber sido inventado por Lorca, para tenderse entre limones yerbaluisa, y que del pecho le naciera un rosa, y que los ojos se le volvieran estrellas. Quería llorar con Marianita Pineda y estar detrás de un árbol cuando relucieran los cuchillos de Bodas de sangre. ¡Oh!, bodas de grosella, diríamos mejor.[2]
Por otra parte, la satirización del personaje se prolonga en cuanto a que el “personaje”, difiriendo de la hermosura que tienen siempre los vampiros byronianos, parece ser más bien un poco feo, “con cicatrices de viruela en el rostro”, el cual no es blanco ni pálido como en el caro arquetipo romántico, sino es moreno y “serio hasta la pared de enfrente”[3].
“Sabedor de su importancia y su naturaleza”, el vampiro frecuenta las tertulias vestido de etiqueta, en donde declamaba, sensiblero, poesía popular, recordando a la gitana que le robó el corazón, y lamentándose, hasta llorar conmoviendo a sus compañeros de tertulia. Y es que él es “así”: “sufriente”, “enternecido”, embriagado “de recuerdos y saudade.”[4]
Esta personalidad, sensible hasta la debilidad, produce una situación de contradicción con el prototipo del vampiro byroniano al que popularmente se está muy acostumbrado, al grado que llega a resultar cómica. El título mismo del cuento, una vez conocido su contenido, nos lleva a entender el sentido paródico de la asociación de la palabras lorquiano, místico y vampiro, toda vez que incluso la palabra místico parece estar a propósito bastante fuera de lugar, en una intención socarrona y de divertimiento.
[1] Rábago Palafox, G. (1990): Op. cit., p. 7
[2] Ibídem, p. 18
[3] Expresiones desenfadadas y muy coloquiales como éstas funcionan en el texto a manera de contrapuntos de lo que de lúgubre y siniestro pudiera tener el personaje, terminando por hacer de él más bien una caricatura.
[4] Ibídem, pp. 43-51