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Su pene henchido de sangre: mi delirio. Quisiera recostarme en su regazo mientras él masca una brizna de hierba y cuenta las parejas de pájaros que van surcando los paisajes, mientras siento el bulto de su entrepierna que crece por mi proximidad. Sorprenderlo entonces una vez más en todo su grosor; y esta vez tocarlo y oprimirlo, con la lengua acariciarlo, apurar cada gota lúbrica que brote de él. Que mi primo conduzca a su modo mi cabeza dócil a su ademán, sus gemidos contundentes hagan eco en la floresta, y no niegue alguna palabra obscena nacida de su éxtasis. Y, finalmente, apurar su chorro de leche viril lanzado directamente a mi garganta; lengüetear lo que de ella quede en su pene aún duro, como un gato pequeño lo haría con unas gotas nutricias; exprimírselo con dedos y labios para asegurarme hasta el último rastro, calmando así esta sed quemante, turbadora, que desde hace años me consume.