Hay una banca vacía que nadie puede ocupar.
Hay un frío sudor que escurre en nuestra frente
cuando alguno menciona tu nombre,
el persistente nombre de tu niñez,
tempranamente arrebatada.
Hay un amigo ausente en el círculo de juegos;
y cuando alguien pregunte: “¿Dónde está él?”,
todos diremos: “Se ha ido a un lugar mejor,
lejos de los relojes de arena y los espejos de soledad;
los espejos y los relojes que nos hieren tanto.”
Todavía escuchamos tus dientes quebrándose en una carcajada,
la explosión de tu alegría en la serenata,
el susurro de tu vaho adormecido en nuestros hombros.
Aún tienes peso específico en nuestras horas.
Mirabas el azul profundo del techo de una carretera,
seguramente contando estrellas, ignorando
la suerte que Dios había puesto en tu camino.
Un vuelco, un golpe en la cabeza, y ya estabas muerto.
Tan fácil fue, como fácil es caer para una estrella fugaz.
Tus últimas palabras, tu inolvidable estela: “Ayúdame, por favor…”
Hay una fotografía que no podemos mirar.











