Estábamos juntos; unidos como hojas tiernas
en una constelación de verdores:
el nacimiento que en el vecino reconoce su querencia.
Era la plenitud nuestra única señal.
Y no necesitábamos hablar para comunicarlo.
Todo estaba así dicho:
la blandura de nuestros miembros aún en crecimiento,
el aire que jugaba en nuestras vestiduras haciéndonos reír,
una ligereza que llamábamos primavera,
esa infancia de trinos y reflejos
y la risa, siempre la risa, como única verdad
evidente, inescrutable.
Así fue el principio.Pero vino la rebeldía.
Quisiste traicionarme, traicionándote.
No, no era maldad. Era nuestra naturaleza.
Esto que es tuyo, yo lo rechazo.
Tu cuerpo que ya no es mío no sabrá darme cabida alojamiento.
Así conocimos la intemperie, desgajados
de nuestro sustento primario, viciosos, probando cada uno
astucias de animales que acechan, que persiguen.
No. No supimos lo que hacíamos. No quisimos saber.
Pero el vínculo,
ese vínculo de los orígenes,
nos hacía pensar en el otro; no como complemento ya,
sino como escoria que había que hacer a un lado,
para que el otro pudiera alzarse, lograr la claridad del cielo.
Cada uno ha conocido a la vez
la hosquedad de los pequeños despojos,
la mentira como madrastra adoptiva,
el sudor del que se adelanta primero a tender la trampa.
Nuestra historia se va escribiendo día a día
con una tinta más abyecta que el lodo.
Y no sabemos cómo habrá de terminar.
Pero si uno escucha de golpe
en el fondo de la savia que transita por sus venas
–como entre sueños– un sonido de agua que cae,
una respiración de niño entrecortada,
un murmullo apenas perceptible,
no atiende, da la espalda
y se va.
No hay más.