El fantasma de mi casa es tímido. Casi siempre que lo invito a pasar a mi recámara se niega, a veces, tímidamente responde que no con un movimiento de cabeza, en otras ocasiones, simplemente finge que no me escuchó y pasa de largo sobre el pasillo que lleva al baño.
   Yo lo invito a pasar porque estoy sola. Apenas y hablo con alguien, por eso escribo. Me imagino de vez en cuando que platico con gente, y escribo esos diálogos como única catarsis de mi soledad.
   Soy una mujer grande, sola desde hace tanto tiempo. Aún cuando mi hijo me visita una vez cada dos o tres meses, veo en sus ojos cómo a pesar del amor infinito por su madre, no puede evitar revisar la hora cada dos o tres minutos en la pantalla de su celular.
   No lo culpo. No es fácil venir a la casa de una anciana y fingir que no lo hace sólo por cortesía. Yo lo hacía también, cuando fui joven odiaba que me llevaran a la casa de mi abuela, porque a esa mujer yo sólo la conocí como una pobre alma enferma, cuya demencia senil agresiva dificultaba que los nietos, casi todos niños en aquél entonces, desarrolláramos aunque fuera un poquito de amor en nuestro corazón. Así que odié siempre visitarla, fingir que no me molestaba el olor recalcitrante a naftalina. Las manos ásperas sobre mis mejillas y los comentarios hirientes sobre mi falta de voluntad para ayudar en los quehaceres de la casa.
   Pero mi fantasma me tolera. Está en la casa por gusto y no por fuerza. Sé (y no sé realmente por qué lo sé), que está aquí porque le gusta acompañarme. Que de toda la inmensidad del mundo eligió mi casa para pasar esta parte de la eternidad conmigo.
   Aún así mi fantasma es tímido, y habla poco. Pero yo he aprendido a comunicarme con él, a ver una película, escuchar el radio, incluso a cocinar.
   De vez en cuando escucho cómo tira una cacerola o una cuchara. He aprendido a descifrar casi todos esos mensajes, y sé cuando él desea que haga un poco de pai de limón o un flan napolitano.
   Lo he escuchado llorar por las noches, y entre sueños me dijo que llora porque se siente solo, igual que yo. Duerme en la otra recámara, y por eso no nos hacemos compañía. Mi fantasma es tan respetuoso, y como todo caballero no entraría a la recámara de una mujer sino fuera con su absoluto permiso.
   Yo lo he invitado a entrar, pero él es tímido. Creo que se derretiría en llanto si se decidiera a entrar y acurrucarse en mis brazos.
   A pesar de todo tengo paciencia, porque sé que pronto lo acompañaré en este vagar incesante de los muertos. Mi tiempo de soledad se acaba, y cada día que pasa estoy más cerca de poder hablar con él de igual a igual. Sé de alguna manera que por eso él también espera, que por eso espera aquí en mi casa, aunque duerma en otra recámara, porque tarde o temprano estaremos destinados a estar juntos.
   Mientras yo de nuevo me recuesto en silencio, sintiendo la soledad, pero con una sonrisa y una lágrima alegre en mis párpados, porque me acuesto y espero el abrazo eterno, el recibimiento cálido de la otra vida, el día en que mi tímido fantasma se anime a entrar en mi habitación y mirarme a los ojos sonriendo, ese momento en el que por fin nos haya juntado la muerte.