Sigilosa, desalmada, la pantera se pasea por la espesura de la selva con su pelaje más oscuro que la oscuridad, serena expresión de poder y un hocico soberbio. Habrá que refugiar a la selva entera en un arca, donde pueda estar a salvo de su influjo. Porque, infernal máquina de matar, con su olor atrae a otras bestias que no pueden escapar de su atracción; sutilmente las va deleitando con su belleza, con la sensualidad de su contoneo maléfico, meretriz indolente, para luego de un zarpazo hacerles brotar la sangre y devorarlas obscenamente.
Su pecho sólo ronronea si ha devorado carne palpitante.
No nos extrañe que, furiosa, pueda atacar su reflejo, rasgar hasta deshilachar su propia sombra.