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Javier Fausée (Puerto Vallarta, 1987) es un nuevo talento dentro del panorama literario vallartense que no había sido descubierto. Sus cuentos, autobiográficos, se refieren al drama existencial que vive desde que nació, a la desesperanza que constituye el eje de sus temáticas como una manera de reencontrase con sus propias experiencias vividas y sentimientos.
Acerca de sus procesos creativos, el joven novel refiere que no tiene ninguna especie de ritual para escribir: simplemente un recuerdo, un aroma, un beso o una palabra detonan su narrativa. Ha estado escribiendo cuentos así, de una sentada, como “echar una meada” para sí mismo. Esto da cuenta de su vena narrativa natural. Algunos de sus tópicos son la crítica social y la crítica cínica a sí mismo. El contenido suelen ser sus experiencias de niñez y adolescencia, una adolescencia emocional, difícil, oscura y con tendencia a la depresión.
De la religión critica el dogma y la ceguera de los fieles y está contra su institución que engaña y saca provecho de la gente ignorante. Aunque cree en una fuerza cósmico-divina que nos dio la vida, la religión no ocupa un lugar trascedente en su vida, más que como historia y literatura. Ha leído la Biblia y se ha sentido decepcionado del Dios que se representa allí: un Dios vengativo, arbitrario, malévolo. Usa en el cuento “Un hombre pequeño” esta crítica a la religión como un arma combativa para generar conciencia en las personas por medio de un “putazo en la cara”. Las drogas aparecen en sus cuentos porque no tiene empacho en reconocer que han formado parte de su vida. “El uso de la marihuana debería ser un derecho”, dice. Y en este sentido tiene años esperando la despenalización del uso recreativo de la marihuana.
Su ideal de un cuento es que éste debe ser sincero, sin rebuscamiento. Entre más sincero más poderoso es el mensaje que le llega al lector, asume. Su cuento es muy intuitivo, pues, a pesar de que el joven autor no tiene educación literaria, sus cuentos tienen mejor calidad que la de otros narradores vallartenses publicados. Con esta sinceridad pretende no engañarse a sí mismo ni engañar a los demás. Le encantaría hacer carrera literaria y sueña con ver un libro suyo en un escaparate. Pero sabe que necesita prepararse más todavía, para no decepcionar a sus lectores ni que lo decepcione su propia creación. No se quiere conformar con la mediocridad que lo rodea.
Por otra parte, desde adolescente ha hecho música. Nunca la estudió de manera formal, pero aprendió a tocar primero la guitarra y después fue vocalista. De adolescente formó parte de algunas bandas locales de Black metal. Así fue desarrollándose y actualmente en Sound Cloud pueden encontrarlo como Javier del Mar con música que va del psytrance a lo experimental y chill out.
Lo que encuentra en el arte es la trasmisión de sentimientos que de otra forma no serían comunicables. Le gusta disfrutarlo con las entrañas. Las experiencias vitales de los artistas hacen eco e impacto en su mente. También son una especie de catarsis y escape de una sociedad hipócrita y enajenada. Admira la libertad y honestidad de los grandes artistas. Le gustaría trasmitir a sus lectores la cruda realidad, un despertar de conciencia social, la “brutalidad de una realidad que a veces tratamos de ignorar”.
También es diseñador de páginas web y community manager. Y por cierto… su ídolo, su escritor favorito, es Charles Bukowski. También disfruta mucho a John Fante y la crudeza de E. M. Cioran, con quienes siente identificación. Puedes encontrar sus cuentos en Facebook: El cuentero Javier Faussée.
Presentamos dos cuentos de Fausée.
UN HOMBRE PEQUEÑO
—¡Dios se puede ir a la mierda! Balbuceé mientras trataba de levantarme, tambaleante, con el hocico partido. Me sacudí los pantalones. Una mancha de un intenso rojo se quedó en mis dedos cuando palpé mi labio inferior.
—Ese cabrón tiene la mano pesada -pensé mientras me limpiaba la sangre.
Increíble la convicción que tienen los hombres de fe. Hablan de su Dios como si en verdad lo conocieran, lo cosifican, lo idiotizan a su imagen y semejanza. Se dibujó una cínica sonrisa en mi hocico partido, una sonrisa hereje. El cabrón que me había reventado la boca no dejaba de mirarme. Yo me metí por sus ojos; leí todo: no había amor ni compasión dentro de él en ese momento. La intención de provocar al hombre que estaba frente a mí era evidente. Mientras se contenía se recogía las mangas sin dejar de mirarme.
—Y así con un rezo y un diezmo nos volvemos dignos de la gracia de Dios -dije. Saqué unas monedas de las bolsas de mi pantalón y las deje caer al suelo.
—Padre nuestro que estas en los cielos, ¿para que necesitas mi dinero?
Estaba borracho y arrastraba las palabras. En el México conquistado se tiene la tradición de venerar a la virgen de Guadalupe que no es siquiera mencionada en la Biblia, muy popular por su aparición a un indígena después de la conquista y masacre española. No se “apareció” antes, cuando nadie sabía que existía una “madre de dios en la tierra”; la conocieron después que los sacerdotes españoles forzaran a los indígenas, nuestros ancestros, a renunciar a sus tradiciones y deidades, quemando y destruyendo la mayor parte de escritos, monumentos y evidencias de la historia de nuestras antiguas culturas. Todo ese desastre alegando herejía. Mataron a nuestras deidades y nos trajeron a un dios de otro continente que ni siquiera hablaba nuestra lengua. Tradiciones ajenas secuestraron nuestra historia. La virgen no se apareció antes ni durante la conquista, si no después, en el momento correcto en que se pretendía convertir a los indígenas en católicos. No se apareció antes, si no después. Un poco tarde diría yo. A nadie se le hace extraño el grabado de su imagen al frente de la tilma de 1.7 m. de altura de un indígena que al parecer era un gigante en comparación con los indígenas de altura promedio que en aquel siglo era de 1.5 m. aproximadamente. Pero al parecer San Juan Diego medía más de 1.90 m. Si tomamos en cuenta que el manto de 1.7 m. de altura no cubre el cuello ni la cabeza. Ahora se exhibe como una gran fotografía enmarcada de 2 m. de altura en la Basílica de la capital del país, orgullosa, a varios metros de altura, sin levantar ninguna sospecha.
—Su dios y su virgen tienen a México sumido en la mierda, perdición y corrupción -grite; y se escuchó el eco en el anfiteatro de altos techos.
Un segundo puñetazo alcanzó mi ceja. Mis reflejos después de cuatro caguamas son menos ágiles que mis argumentos cuando estoy borracho, pero esta vez no caí. Di dos pasos, uno atrás otro, a un lado. A pesar de que ahora también tenía la ceja partida, seguía sonriendo. El sujeto estaba furioso y yo conseguí lo que quería. En mis planes estaba recibir un tercer puñetazo y, como en los dos anteriores, no tenía pensado meter las manos. Me agaché y tomé mi lata de cerveza, le di un largo trago hasta terminar con el líquido sin apartar la mirada de mi oponente. Sólo le estaba prestando atención a él y a sus ojos inyectados de furia. No me había percatado de todas las personas que atónitas observaban cómo el sacerdote me reventaba la cara. Nadie decía una sola palabra.
—¿Como te atreves a venir a faltarle al respeto a Dios en su propia casa? -gritó el sacerdote con todas sus fuerzas mientras levantaba un dedo sacudiéndolo sobre su frente.
Era un hombre de mediana edad. Alguna vez lo vi hablando con mi abuela unos años atrás. Siempre creí que su sonrisa era fingida la mayor parte del tiempo. Alto, delgado, pero en forma; con unas gafas con marco dorado: “oro” pensé. Algunas canas, pero aun sin entradas, algo que me dio envidia: a los 25 empecé a notar las entradas en mi enorme frente. Una monja muy baja de estatura se acercó al sacerdote y seguramente le dijo que la misa estaba por comenzar ya que el sacerdote con puños de acero miró su reloj Casio clásico con extensibles dorados que hacían juego con sus gafas.
—Quiero que te vayas de aquí. Si no, voy a llamar a la policía.
Dos sujetos de fe se acercaron a mí y amablemente me invitaron a salir de la iglesia. Caminaba para la alta entrada y al pasar metí mi lata en la pila de agua bendita, y después bebí un trago.
—Para que se me salga el diablo. Ojalá no me de diarrea -les dije borracho.
Dejé mi lata de cerveza en una banca. Salí con la cara partida y cantando una canción en voz baja. El padre subía a su pedestal y la gente me miraba. El depósito para comprar cervezas estaba a solo una cuadra. Necesitaba una cerveza: necesitaba comulgar. Compre una cerveza de 16 oz., suficientes tragos para llegar a mi estudio rentado, pero sobre todo a mi botella de coñac.
¿Ese hijo de puta que se creé? Me amenazó con llamar a la policía, no puedo imaginar lo que pretendía decirle al oficial: “Mire, señor oficial, este maldito hereje no tiene la mínima intensión de creer en nuestras mentiras y en nuestra soberbia y sagrada tulpa.” Reí a carcajadas al umbral de mi madriguera con solo imaginar esa escena. Al tratar de meter la llave en la chapa mi cerveza calló desparramando el poco líquido que quedaba en la lata. Maldije a la puta madre. Entré a mi espacio, mi piso estaba a unas cuatro cuadras del templo. Eso me fastidiaba. Cuatro cuadras más allá estaba la playa, la arena y el mar que tanto he amado desde niño.
Mi perra Nina se acercó a saludar moviendo la cola emocionada la acaricieé.
—¿Cómo está mi perrita pendeja? -se lo dije con amor.
Una pitbull de un ojo azul y otro verde, blanca, con lunares rosas y café. Caminé directo a la cocina y busqué esa botella de coñac que me había regalado un amigo la última vez que pasó a saludar. Me serví un poco en un vaso rojo de plástico y lo acabé de un trago.
—¡Qué rico quema la garganta!
Sobre el refrigerador tenía un frasco con mota. Lo tomé y escogí un par de cogollos y forjé un churro gordo y lo sellé con coñac.
—No hay mejor maridaje en el mundo, Nina.
Me serví otro poco de coñac en mi vaso rojo de plástico y me senté en mi sofá a fumar y beber hasta alcanzar un buen nivel de “me importa un carajo”. Me puse a cavilar. A veces es complicado tratar de explicar lo que en mis pensamientos es tan claro y evidente; dentro de mi soy tan complejo e inteligente, una visión distinta, otra mirada del soñador universal donde posibilidades infinitas fecundan mis teorías mientras mi ser hace un hercúleo esfuerzo por dejar de arrastrarse en la mierda que lo apesta todo. Tantas posibilidades, todas limitadas por el escenario social y el poco talento que los actores tienen para representar estereotipos en una sociedad que es al mismo tiempo su cáncer y su cura. Tratar de entender a cualquier dios siempre es decepcionante, mientras más nos hablan de Dios, más miedo sentimos, más confusión…
Yo ya no quiero entender a Dios. La gente muere creyendo que sobre sus cabezas tiene a un vigilante supremo atento a cada acción realizada, que recompensa y castiga a fieles e infieles, a veces cuando le da la gana y de manera arbitraria.
—Ese viejo cabrón.
El labio se me empezaba a hinchar. En la ventana las cortinas dejaban pasar el aire y se movían ligeramente, Nina se acercó a ellas para que estas rozaran lentamente su lomo lleno de lunares rosas y cafés. Su expresión de placer me dio risa, pero me contuve para no interrumpirla. Sólo me pregunte si mi perra flaca también creía en Dios…
ESE PERO FLACO SE LLAMA CHOKI
Me desperté a las 7:00 AM como de costumbre, odiando mí reloj biológico. Desdé que me había separado de mi ex, despertaba a la misma hora cada mañana; esa era la hora en que mi hijo se despertaba a pedir su biberón y normalmente yo se lo preparaba; incluso antes de que despertara yo ya estaba listo.
Lo primero que hice al levantarme fue revisar el pantalón que la noche anterior a última hora como de costumbre había lavado y puesto frente al ventilador. fui a orinar y después agarré la pipa, le di dos caladas y la dejé humeando frente al televisor que acababa de prender. Había infomerciales acerca de una almohada hecha con tecnología de la NASA. me pareció estúpido y rápidamente busqué algo en otro canal. Revisé mi celular y no había nada relevante en las redes. Me insulté a mí mismo por no haber preparado toda mi ropa: “vales verga, pudiste hacerlo anoche”. Ahora debía lavar una camisa negra que combinara con mis únicos tenis decentes. Ya tenía días que solo lavaba la playera que iba usar al momento, algo muy patético para alguien de mi edad. Tenía apenas tres horas, pero eran más que suficientes para, sin problemas, secar la camisa de igual manera que el pantalón, frente al ventilador que hacía mucho ruido. A las 9:45 AM debía estar en un restaurante con mis abuelos, mis tías y demás familia, pero no vería a mis hijos como los años anteriores. Estaba seguro que volvería a ser otro desabrido día del padre sin ellos…
Me levante del sillón frente a la televisión donde paso mucho tiempo de mis días y aparté el sillón y la mesa que había acomodado en forma de barricada la noche anterior para evitar que el perro pasara a la sala. Acostumbraba dejar la puerta del patio abierta para que el perro pudiera entrar y salir en la noche si tenía que hacer sus necesidades; no me preocupaba por los robos: el perro era el guardián y todos le tenían miedo. Un pitbull enorme. Bueno eso era antes. Bhora el perro estaba muy enfermo; ya se había orinado y cagado varias veces dentro de la casa; aun así, no quería dejarlo afuera por más que odiara el limpiar su mierda y apestosos orines. Le dejé un cojín cerca de la puerta al patio y ahí se echó, donde pasó toda la noche. El perro estaba peor que otros días: era un saco de huesos con un enorme cráneo sobre sus hombros… Sentí un nudo en la garganta y un malestar en el pecho. Le acaricie su cabezota y le pregunte si tenía hambre. No contestó. Saqué del refrigerador los pedazos restantes de pollo que le había comprado y cortado en trozos muy pequeños el día anterior para que pudiera comerlos, mismos que dejó sin siquiera probar. Esperé que estuvieran a temperatura ambiente para que pudiera comerlos, pero igualmente los ignoró otra vez. Ya no comió nada. Él sabía que ya no lo necesitaría. Eso pensé mientras lavaba esa camisa. Lo escuchaba respirar con dificultad. Me acerqué y acaricié su lomo; sentí todos y cada uno de los huesos de su columna; se me retorcieron las tripas.
“Como estás rey?”, le pregunté. No movió la cola. Ni siquiera movió la cabeza para verme. Le dejé cerca agua y la comida. Limpié el líquido que salía de sus oídos y supe que ya era la hora: sus riñones ya no aguantaban. Mi perro estaba sufriendo mucho. Ya tenía un par de meses que comía mal y bajaba de peso muy rápido; a veces vomitaba y otras parecía confundido con cara de tonto babeando sin control. Ya no recuerdo cuantas veces le grité para que se saliera al patio.
Llamé para avisar que no iría a la reunión porque no me sentía de ánimos y me creyeron. Tome el celular y busqué alguna veterinaria que estuviera cerca y pedí recomendaciones con mis conocidos. Alguien me pasó el número de un veterinario que estaba a unos diez minutos de mi casa. Me contacté con él para saber si estaba disponible; le expliqué la situación y pedí presupuesto para ponerlo a dormir mientras se me quebraba la voz. No tenía mucho dinero: apenas unos 650 pesos y, cuando me dijo que solo por la ida a mi casa serian 400 pesos, apreté el puño. Le dije que en unos minutos lo llamaría y colgué.
El perro, se levantó tambaleante. Tuvo que hacer un gran esfuerzo. Estaba bastante débil sin haber comido por días; sus patas flacas ya no podían sostenerlo. Me vino a la mente un potro recién nacido, sin fuerzas en la patas y su torpe andar durante sus primeros minutos fuera del vientre cálido de su madre; pero para mi perro eran sus últimos minutos de vida. Salió al patio para orinar, regreso tambaleante y se hecho cerca de mí. Yo seguía sentado en el sillón frente a la tv, cambiando de canal tratando de encontrar algo que me distrajera. Empecé a sentir un poco de ansiedad y fumé más. Saqué la caguama que había comprado y puesto en el refrigerador la noche anterior. Dejé un canal con uno de esos programas con risas grabadas, a veces histéricas, que se escuchaban cada vez que algún actor de la serie decía algo supuestamente gracioso: a veces solo tenía que mover los ojos y las risas se desbordaban. Aun así, no dejaba de escuchar la profunda y forzada respiración del perro. Las tripas me volvieron a doler y tomé el celular: le iba proponer al veterinario quedarse con mi celular hasta pagarle el resto para que el perro ya pudiera descansar. Justo en ese momento el perro intentó levantarse e hizo esa típica pose de los perros pitbull: patas traseras bien plantadas, el cuello recto y cabeza en alto. Yo en ese momento sentí que me estaba regalando su última pose. Me miró fijamente mientras le costaba tanto respirar. Sus patas temblaron y volvió a caer jadeando. Me dolió todo. Sentí su desesperación. Agarré el celular y marqué. En ese maldito momento escuché cómo sus uñas pegaban contra la lámina de la estufa. El teléfono estaba dando tono, pero lo dejé y corrí con mi perro que se estaba convulsionando: le estaba dando un paro respiratorio. Se puso tieso y lo abrace, le pedí que no me hiciera eso.
“Rey por favor, por favor, no me hagas esto. ¡Rey perdóname, perdóname!, repetí una y otra vez mientras se le iban los ojos…. Dejo de mirarme y lo abracé fuerte… Después ya no se movió. Sentí mojada mi ropa: el perro se había orinado y despedía fétidos olores. Mi Choki se había muerto… Empecé a vomitar sin control. el vómito no era causado por el olor de los gases y la orina que el perro liberó en sus últimos segundos; eso no me causaba asco, al menos no era tan repugnante como saber que pude evitarlo. Sentí un asco hacia mí, mi propio cuerpo me quería fuera de mí. Vomité baba y espuma hasta que las arcadas ya no pudieron sacar nada mas de mí.
No solo estaba perdiendo a mi mascota, a mi compañía: ese bastardo cagón era el último integrante de mi familia; después de que mi ex me quitó a mi hijo solo quedamos Choki y yo. Mi familia se había acabado. Lloré como nunca. Me pasó por la mente revivirlo con golpes en el pecho, pero era otra vez mi maldito egoísmo, el mismo que dejó a mi Choki sufrir por meses cuando él estaba listo para irse. Perra vida: lo vi en sus ojos muchas veces… “Ya déjame, Javier”, y yo me aferré a no estar solo. Triste suerte terminar tomando pastillas para débiles de corazón y mente. Cuatro amargas pastillas que me hacen pretender ser yo, pero solo y en silencio.