Hay lugares que son de liviandad y regocijo.
Así, en algunos callejones de las ciudades del mundo,
los estudiantes se despojan de su fiebre.
Es una muestra de urbanidad,
secreto que se comparte con la mirada,
el hacer de lugares públicos
rincones inquietos para el desfogue.

Yo tenía veinte años, estudiaba la vida
con libros extraños bajo el brazo;
caminaba de cara al viento de la oportunidad
y encontré a un chico que se arropaba entre sombras:
yo pensé en él con malicia.
No era difícil ver que él estaba encendido en calores:
tocaba su hierro como ofertándolo,
mercancía lujosa regalada al primer postor.

Luego me contagió… Yo pasé a su lado,
andando de un modo especial para llamar su atención.

Ya se estaba haciendo la noche,
esa carpa sideral de los amantes fortuitos.
Nadie veía, era un barrio mulato.
—Qué es lo que tienes allí, entre las piernas?
Y él me dijo: —¿Quieres ver?

Pero no respondí con palabras.
Entonces él se desabrochó la mezclilla
y se presentó debidamente…