Veremos algunas teorías del mito desde diferentes perspectivas, con el fin de reconocer por qué el estudio del tema mítico en la literatura, y principalmente en un corte diacrónico, es importante para la crítica e interpretación de los textos. De un repaso al entendimiento del mito en algunos destacados mitólogos, podremos hacernos de material muy valioso para el análisis de la significación del vampiro dentro de la literatura.
Para el filósofo Mircea Eliade, el mito tiene un carácter fundador religioso por el cual organiza el caos en un orden (cosmos), tranzando una relación directa entre el hombre y el universo que lo rodea. Es por eso que en las sociedades el mito constituye un verdadero fundamento de la sociedad y la cultura, porque se trata de un relato “sagrado”. Dice Eliade:
‘Vivir’ los mitos implica, pues, una experiencia verdaderamente ‘religiosa’, puesto que se distingue de la experiencia ordinaria, de la vida cotidiana. La ‘religiosidad’ de esta experiencia se debe al hecho de que se reactualizan acontecimientos fabulosos, exaltantes, significativos; (…) se deja de existir en el mundo de todos los días y se penetra en un mundo trasfigurado, auroral, impregnado de la presencia de los seres sobrenaturales. (…) En suma, los mitos revelan que el mundo, el hombre y la vida tienen un origen y una historia sobrenatural, y que esta historia es significativa, preciosa y ejemplar.[1]
Los mitos en este sentido refieren una “historia verdadera”[2] porque tratan de la irrupción de lo sagrado que fundamenta el mundo[3] y proporcionan modelos de conducta humana, confiriendo significación y valor a la existencia.[4] Por tal razón los mitos son realidades culturales extremadamente complejas, capaces de ser abordados e interpretados desde perspectivas múltiples y complementarias[5]. Se entiende entonces que la historia narrada por el mito constituye un conocimiento.[6] En el encuentro con lo sagrado, nace la idea que existen valores absolutos capaces de guiar al hombre y dar sentido a su existencia.
El hombre de las sociedades en que el mito es algo vivo vive en un mundo abierto, aunque ‘cifrado’ y misterioso. El mundo habla. (…) El mundo no es ya una masa opaca de objetos amontonados arbitrariamente, sino un cosmos viviente, articulado y significativo. En última instancia, el mundo se revela como lenguaje. Habla al hombre por su propio modo de ser. (…)
Todo objeto cósmico tiene una ‘historia’. Esto quiere decir que es capaz de ‘hablar al hombre’. Y puesto que ‘habla’ de sí mismo, en primer lugar de su ‘origen’, del acontecimiento primordial a consecuencia del cual ha venido a ser, el objeto se hace real y significativo. No es ya algo ‘desconocido’, un objeto opaco, inaprensible y desprovisto de significación, en una palabra, ‘irreal’. Comparte el mismo ‘mundo’ con el hombre.
Tal coparticipación no sólo hace al mundo ‘familiar’ e inteligible, sino trasparente. A través de los objetos de este mundo, se perciben las huellas de los seres y potencias del otro mundo. (…) Al hablar de sí mismo, el mundo remite a sus autores y protectores y cuenta su ‘historia’. El hombre no se encuentra en un mundo inerte y opaco, y, por otra parte, al descifrar el lenguaje del mundo, se enfrenta al misterio. Pues la ‘naturaleza’ desvela y enmascara a la vez lo ‘sobrenatural’, y en ello reside para el hombre el misterio fundamental e irreductible del mundo. (…) Pero estas revelaciones no constituyen un conocimiento en el sentido estricto del término, no agotan en absoluto el misterio de las realidades cósmicas y humanas. No es que al aprender el mito se lleguen a dominar diversas realidades cósmicas (…), se les trasforme en ‘objetos de conocimiento’. Dichas realidades no pierden por ello su densidad ontológica original.[7]
Por ello, Eliade concluye que el mito tiene un papel constitucional inmenso para el hombre. Gracias a él adquieren sentido las ideas de realidad, verdad, valor y trascendencia.[8] En suma: cuando estas experiencias religiosas privilegiadas se comunican “por medio de una escenografía fantástica e impresionante, logran imponer a toda una comunidad modelos o fuentes de inspiración”.[9]
La experiencia mítica es, pues configuradora de la experiencia religiosa que encontramos en la vida diaria, e incluso en la literatura. Su cosmogonía proporciona el modelo a usar cada vez que se trate de hacer algo perteneciente al mundo de lo específicamente animado.[10] Pero, cualquiera que sea su naturaleza, el mito es un ejemplo que no se agota en lo sagrado o lo profano, sino que es válido para los modos de lo real en general.[11] La estructura revelada por el mito es inaccesible a la aprehensión empírico-racionalista[12] y descubre una región ontológica ajena a la experiencia lógica superficial,[13] expresando de manera plástica y dramática lo que la metafísica y la teología definen dialécticamente.[14]
Todos los mitos, según Eliade, ofrecen la revelación de una estructura profunda de dualidad, la cual se muestra alternativamente o simultáneamente benigna y terrible, creadora y destructora[15] (el vampiro no escapa a esta dualidad). Por ello “es justo decir que el mito revela, más profundamente de lo que podría revelarlo la propia experiencia racionalista, la estructura de la divinidad, que se sitúa por encima de los atributos y reúne todos los contrarios.”[16] Esta coincidencia de los opuestos es una de las maneras más arcaicas con que el hombre ha expresado la paradoja de la realidad divina.[17] Porque el mito tiene su propia lógica y su propia coherencia intrínseca que le permiten ser verdadero en diferentes planos, como en el plano literario.[18]
El mito puede degradarse en leyenda épica balada, superstición, costumbre o nostalgia.[19] Y por nada el comportamiento mítico se trata de la supervivencia de una mentalidad arcaica, sino que más bien ciertos de su aspectos y funciones son constitutivos del ser humano,[20] razón por la cual el mito pervive en la novela moderna y los medios de comunicación masivos contemporáneos, por poner dos ejemplos.
Respecto la novela moderna, es posible señalar en ella aún una estructura mítica, que demuestra la supervivencia de los grandes temas y personajes mitológicos. En ella se descubre el deseo de seguir atendiendo al mito por medio de narraciones paradigmáticas, pero ahora desacralizadas o bajo una apariencia profana, para seguirse nutriendo de sus dramas y esperanzas, y comunicarse con lo desconocido y lo otro.[21]
Esta relación de la novelística moderna con el mito se evidencia también en la “salida fuera del tiempo” que se opera por medio de la lectura; es decir, en la salida del tempo personal e histórico para sumergirse en uno fabuloso y transhistórico, con su propio particular ritmo.[22] De esta manera
Se adivina el la literatura, de una manera aún más fuerte que en las otras artes, una rebelión contra el tiempo histórico, el deseo de acceder a otros ritmos temporales que no sean en el que se está obligado a vivir y a trabajar. Uno se pregunta si este deseo de trascender su propio tiempo –personal e histórico– y de sumergirse en un tiempo ‘extranjero’, ya sea extático o imaginario, se extirpará alguna vez. Mientras subsista este deseo, se puede decir que el hombre moderno conserva aún al menos ciertos residuos de un ‘comportamiento mitológico’. Las huellas de tal comportamiento mitológico se vislumbran también en el deseo de recobrar la intensidad con la que se ha vivido, o conocido, una cosa por primera vez; de recuperar el pasado lejano, la época beatífica de los ‘comienzos’.
Como sería de esperar, es siempre la misma lucha contra el tiempo, la misma esperanza de librarse del peso del ‘tiempo muerto’, del tiempo que aplasta y mata.[23]
[1] Eliade, Mircea (1988): Aspectos del mito. Paidós, Madrid, p. 27
[2] Ibídem, p. 13
[3] Ibídem, p. 17
[4] Ibídem, p. 14
[5] Ibídem, p. 16
[6] Ibídem, p. 24
[7] Ibídem, p. 125 y 126
[8] Ibídem, p. 127
[9] Ibídem, p. 129
[10] Eliade, Mircea (1972): Tratado de historia de las religiones. Era: México, p. 367
[11] Ibídem, p. 372
[12] Ibídem, p. 373
[13] Ibídem, p. 374
[14] Ídem
[15] Ídem
[16] Ibídem, p. 375
[17] Ídem
[18] Ibídem, p. 383
[19] Ibídem, p. 386
[20] Ibídem, p. 156
[21] Ibídem, p. 162 y 163
[22] Ibídem, p. 163
[23] Ídem