Si partimos de la idea común de que el bien no hace gran literatura, apoyémonos luego en Bataille cuando dice:

La literatura es lo esencial o no es nada. El Mal –una forma aguda del Mal– que la literatura expresa posee para nosotros, por lo menos así lo pienso yo, el valor soberano Pero esta concepción no supone una ausencia de moral, sino que en realidad exige una hipermoral.[1]

            A partir de sus ideas sobre la literatura contenidas en la obra La literatura y el mal (1957) podemos proponer algunas nociones para aplicarlas al vampiro literario. Como que las complicidades en el conocimiento del mal fundamental la comunicación intensa. Y que la literatura funciona como una inocencia recuperada[2]; algo que se ubicará más allá del bien y del mal. El vampiro literario sería en este caso, desde una postura también sartreana y como figura satánica, la consagración de una segunda inocencia. Jea-Paul Sastre habla de Satán como símbolo de la desobediencia que hace el mal con el fin de afirmar al bien, consagrándolo. Como una nostalgia de la divinidad.[3] Y desde la postura de Charles Baudelaire, el vampiro, imagen de Satán, representa una alegría de descender, interpretada como una afirmación de lo terrenal.

La figura del vampiro literario tiene un sentido titánico y heroico, si no dejamos de interpretar al vampiro como un monstruo humanizado.

La posición romántica de individuo se opone a la sociedad en tanto existencia soñadora, apasionada, rebelde a la disciplina. La forma titánica, poética del individualismo es la respuesta al cálculo utilitario, excesiva, pero al fin y al cabo una respuesta: en su forma consagrada, el Romanticismo no pasó de ser una versión antiburguesa del individualismo burgués. Desgarramiento, negación de sí, nostalgia de lo que no se posee, expresaron el malestar de la burguesía que, habiendo entrado en la historia unida al rechazo de la responsabilidad, expresaba lo contrario de lo que ella era, pero se las arreglaba para no soportar sus consecuencias e incluso sacar provecho de ellas.[4]

Este titanismo individualista de la figura del vampiro concede una importancia a la seducción que obra con astucia y que obtiene consentimiento de una voluntad dispuesta también al placer. La literatura de vampiros tradicional es una literatura muy sensacionalista que seduce a sus lectores, identificados con el vampiro o sus víctimas, y las hace soslayar las exigencias que vienen de fuera, incluso las de la voluntad, para responder a una sola exigencia íntima, vinculada la fascinación. La literatura de vampiros tradicional recurre para ello a la poesía, que es contraria a la razón; o al menos la razón le quita a la poesía “un carácter irreductible, una violencia soberana, sin las cuales la poesía estaría mutilada”.[5] A través de la poesía, se niega también el límite de las cosas; lo poético es sagrado por sí mismo, actitud que arroja apasionadamente a sus lectores fuera y dentro de sí por los efectos de la exacerbación de las emociones (característica importante de lo romántico y lo gótico en donde el vampiro literario brilló como una figura estelar): arrebatos que recuerdan la violencia de la muerte.

La misma literatura vampírica se nutre de la religión también, de su pureza para producir la experiencia de la poesía, para hablar de una metafísica del mal, de la muerte. Y así “el sentido del Mal afirmado es afirmación de la libertad”[6]. Y es que, de acuerdo con el Marqués de Sade, como Bataille recuerda, el universo entero no puede ser virtuoso. Así, es injusto condenar el mal. Por lo tanto, sólo resta gozar, y gozar sin preocupación, dejarse mover por el antojo de la naturaleza, tal como el vampiro lo hace por sus propias pulsiones asesinas y sexuales. El vampiro es un ser desgajado de la divinidad, desgarrado, un ser titánico que se plantea su pasión como un absoluto, de tal suerte que ese estado es en él la función de su existencia.

            El vampiro seduce al lector por el crimen (la seducción nunca es del orden de la naturaleza, sino de signo y el ritual, y ésta “vela siempre por destruir el orden de Dios”[7]), porque el crimen tiene poder sobre los sentidos (Sade). El lector se desencadena de sí mismo con la imaginación de la muerte, la destrucción y el erotismo implicado en lectura de sus narrativas. Hay en todo ello un sentimiento de desahogo y una turbulencia, causadas por la el desorden y la impresión de la muerte, semejante a la del vacío. Y es que como el impulso erótico no es reductible a lo agradable y benéfico: en el mismo impulso erótico-sexual hay un elemento de desorden, que pone en juego la vida de quien lo sigue,[8] aun cuando en ese extravío el hombre se encuentre a sí mismo pues “en el extravío de la sensualidad el hombre realiza un movimiento de espíritu por el cual se hace igual a lo que es.”[9]


[1] Bataille, Goerges (1977): La literatura y el mal. Taurus: Madrid, p. 19

[2] Ibídem, p. 20

[3] Ibídem, p. 37

[4] Ibídem, p. 51

[5] Ibídem, p. 67

[6] Ibídem, p. 77

296 Baudrillard, Jean: De la seducción. Rei: México, p. 9-10

[8] Ibídem, p. 97

[9] Ídem