Hemos visto, cómo, a través la acción de diversas disciplinas humanas el mito del vampiro revela su riqueza semántica, la cual no ha dejado de tener trasformaciones desde que surgiera en la mente humana en periodos al parecer prehistóricos. El vampiro, ya como hecho literario, no sólo exhibe particularidades psicológicas y estéticas que le confieren un valor indiscutible como crisol de ciertas ansiedades y preocupaciones inherentes a la condición humana, sino que su materia misma, como también hemos visto, es capaz de revitalizarse para actualizar perspectivas que son contemporáneas y que tienen que ver con la reflexión en torno al hombre y sus creaciones.

Es interesante notar cómo el carácter terrorífico del vampiro se mantiene aún en estos años en los que la ciencia parece haber prometido rasgar con su pretendida luz las tinieblas de los misterios ancianos. Como producto del miedo, el vampiro ha seguido siendo un ícono prestigioso. Y es que, el miedo parece ser una de las emociones más poderosas del hombre, anclada como lo está a su instinto de supervivencia. H. P. Lovecraft, considerado un genio del horror literario, interpretó al miedo como la emoción más antigua y más intensa de la humanidad, siendo el miedo más intenso de todos el miedo a lo desconocido,[1] que el vampiro trae a la sensación. Esta verdad de la capitalidad del miedo sería puesta en duda por pocos psicólogos y hace que la literatura que evoca al miedo tenga autenticidad y dignidad en todas las épocas. Esto se debe también a que su atractivo siempre encontrará mentes dotadas de la necesaria sensibilidad para apreciarlo[2] y porque “interviene aquí una pauta o tradición psicológica tan real y tan hondamente arraigada en la experiencia mental como cualquier otra pauta o tradición humanas, coetánea del sentimiento religioso, y tan hondamente inserta en nuestra herencia biológica más íntima.” Lo sobrenatural y su efecto terrorífico permanecerán aún más tiempo entre nosotros porque, como nos dice el mismo Lovecraft, aunque los hechos desconocidos se han ido reduciendo, la mayor parte del cosmos exterior permanece inexplorado y sumergido en un descomunal misterio. En este sentido, la literatura del miedo duraría lo mismo que el género humano. Y qué figura mítica para encarnar sobrenatural y el terror entre nosotros que el vampiro que reúne unas fuerzas sobrenaturales y unos terrores que nos parecen tan familiares e íntimos.

El vampiro sigue atemorizándonos porque el miedo desempeña un papel importante en la vida de toda sociedad, aunque no sea consciente de ello. El miedo es una necesidad oculta que experimentan periódicamente todas las comunidades[3] y “El cuerpo social (…) está siempre a la espera de los rostros que ha de darle a sus angustias”.[4]

El miedo además le presta el servicio a la comunidad de hacerle tomar conciencia de sí misma, hecho de verdadera importancia por cuanto sin el miedo la sociedad no pasaría de una mera argamasa sin cimientos e inoperante.[5] Y así resulta saludable. Además, los objetos de miedo, a pesar de su aspecto inquietante y amenazante, significan un contraste necesario frente al universo trillado de lo cotidiano, desempañando así un papel para la vida afectiva que se puede comparar al de la fiesta; los hombres acogen al miedo con placer, pues lo sacan del tedio y la monotonía, sin que a veces tengan conciencia de ello.[6] El miedo es un fundamento animado de la vida social y le sirve a ésta para canalizar su angustia; sin las figuras con las que se identifica al miedo, la ansiedad social se acrecentaría hasta poner en peligro al grupo.[7] El vampiro, como uno de los rostros predilectos del miedo, ha mostrado históricamente una flexibilidad y una adaptabilidad a las sociedades y a los tiempos históricos. Y es en periodos de trastornos y crisis  que la sensibilidad se encuentra exacerbada pareciendo así conjugar y multiplicar los factores para que se dé el miedo,[8] al menos en las letras de ciertas sensibilidades cultivadas.

Pero los misterios y horrores que el vampiro exhibe y revela no son sólo exteriores, sino que también se anclan en lo más profundo e interior del hombre: su inconsciente. El vampiro parece ser la encarnación de las fuerzas más primitivas y originarias del ser humano: su sexualidad, su ansia de poder y su brutalidad, sin que por ello el mito literario deje de tener su refinamiento ganado a lo largo de siglos de perfeccionamiento y adaptación. El vampiro parece haber personificado como ningún otro monstruo los terrores del inconsciente como un magma que subiera de lo profundo de la mente y cristalizara en la letra, fascinándonos con lo que de nuestras zonas abisales ha traído.

El vampiro es un enorme símbolo de la otredad. Aquella oscura alteridad que reluce en lo siniestro de la existencia. Y es en la literatura donde su aspecto siniestro se revela en una dimensión que alcanza cuotas altísimas de cualidad artística. Como hecho atisbado, el vampirismo aglutina algunos de los efectos siniestros más perturbadores para la especie humana: la dimensión espectral, el tema del doble, la maldad humana que se realiza con la ayuda de fuerzas particulares, la disolución de la frontera entre la fantasía y la realidad. Luego de sumergirnos en el vampirismo literario, acaso presentimos que hay algo de verdad en todo aquello pues llegamos a considerar con el espíritu que el tema posee una lógica innegable que se comunica con lo más profundo de nuestra vida vegetativa. Entonces, nos podemos llegar a convencer, aunque sea por puro placer estético, que el vampirismo es muy real. Umberto Eco nos que dice el vampirismo es un hecho siniestro muy conocido (yo diría que uno de los hechos siniestros por excelencia), que provoca angustia no tanto por su manifestación animal, lo que producirá simplemente miedo, sino porque no llegamos a tener plena certeza de él y sí solamente su gran sospecha.

[1] Lovecraft, H.P (1984):Op. cit., Alianza: Madrid, p. 7

[2] Ídem

[3] Mannoni, Pierre: El miedo. FCE: México, p. 136

[4] Ibídem, p. 137

[5] Ibídem, p. 141

[6] Ibídem, p. 145 y 146

[7] Ibídem, p. 150

[8] Ibídem, p. 138