Prosper Mérimée publica en 1827 La Guzla, conjunto de poemas acerca de vampiros supuestamente recogidos del folclor de Bosnia, Croacia y Herzegovina, pero que en realidad fueron creados por él como se descubrió después. El autor, incluso aseguró haber sido testigo de un caso de vampirismo en la hija del dueño de una casa donde estuvo alojado y dijo haber presenciado el rompimiento del cráneo del cadáver vampiro y su quema en una hoguera.[1] En otro de sus textos, el cuento “La bella Sofía”, se habla de cierto vampirismo: trata sobre una joven que, por razones de dinero ha rechazado a su novio y se ha desposado con un hombre rico, y luego es atacada con una mordedura en la garganta en la alcoba nupcial por el espectro de su novio, quien se había suicidado. El mismo autor se refiere al vampirismo en su novela Lokis (1869), la cual tiene la peculiar característica de no usar la palabra vampiro para referirse al ser siniestro que bebe la sangre.[2]

            En 1836 el aclamado poeta francés Théophile Gautier publica “La muerta enamorada”, cuyo protagonista es la vampira Clarimonde, una de las más célebres hasta hoy, alta, rubia y muy pálida, que necesita beber sangre compulsivamente para conservar su belleza, y a quien se le atribuye una sensualidad exquisita. Esta vampira es una cortesana muy rica que habita un castillo majestuoso, rodeada de adoradores (lo que continúa con el modelo de vampiros refinados introducido por Polidori), y que finalmente termina enamorada de un párroco del que sólo bebe mínimas cantidades de sangre que le saca con un alfiler para no matarlo y a la vez conservar su lozanía ella. La existencia de la vampira termina cuando otro sacerdote, amigo del párroco, descubre su tumba y traza sobre su cuerpo una cruz con agua bendita, lo que la deja reducida a cenizas. Como dato curioso, referiremos que es curioso que este autor haya experimentado con el tema vampírico toda vez que se expresó bastante mal de la narrativa gótica del siglo XVIII diciendo: “es una literatura de depósitos de cadáveres y presidios, pesadilla de verdugo, alucinación de carnicero ebrio y de mozo de cordel enardecido. El siglo amaba la carroña y prefería el osario al tocador”.[3] Sin embargo, tal parece que no resistió la tentación de seguir esta moda literaria.

            Y aunque el presente apartado se centra en la literatura europea, de donde pasará a América, creemos necesario consignar una obra importante de la literatura vampírica escrita en Rusia en 1840, si bien se publicó hasta 1884: “La familia Vurdalak”[4] de Alexei Tolstoi, primo lejano de León Tolstoi; esto con el fin de ilustrar que la moda del tema de vampiro en la literatura estaba verdaderamente en expansión geográfica. Según Tola de Habich, en este cuento (que no es el único cuento de vampiros del autor) Tolstoi rescata muy fielmente la tradición folclórica del vampiro, incluyendo la creencia tradicional de que el vampiro busca primero atacar a sus familiares y luego pasa a victimizar a su pueblo; así toda la familia del difunto resucitado termina convertida en vampiros. Siguiendo al mismo autor, con este cuento “concluye el ciclo literario folklórico y se inicia el de la imaginación, donde es el escritor quien elabora de manera individual los caracteres de su vampiro literario a su gusto y capricho”.[5] Así pasamos a una nueva etapa en la literatura vampírica, más fantástica y cada vez más alejada del folclor de donde se originó.

En 1846 James Malcom Rymer publica en forma de folletín de entregas, en 220 capítulos, Varney, el vampiro o La fiesta de la sangre, que en opinión de Siruela es una “incansable repetición de historias húmedas y sangrientas con todos los excesos del kitsch de la novela gótica”.[6] En esta obra Sir Francis Varney, el vampiro, es matado de muchas maneras, incluida la tradicional estaca, pero siempre vuelve a resucitar, ávido de más y más sangre: “una pieza fundamental en el desarrollo del cuento de vampiros” ya que Rymer “enriquece el argumento de Polidori incluyendo muchos nuevos motivos que con el tiempo se harán clásicos y dejarán huella notoria en Drácula”,[7] la obra de vampiros canónica como vamos a ver más adelante. El vampiro de la historia, sir Francis Varney, es un terrateniente e hidalgo de origen húngaro, que es presentado como un ágil seductor de bellas e inocentes jovencitas.

            Toca el turno de pasar revista a un cuento de otro afamado escritor: Alejandro Dumas, quien publica en 1849 “La bella vampirizada” (también traducido al español como “La dama pálida”), que al parecer no agrega mucho al desarrollo del vampiro literario, salvo el hecho de que éste pueda atravesar puertas cerradas con cerrojo y crear un adormecimiento en sus víctimas,[8] rasgos que veremos también en Drácula de Bram Stoker. En “La bella vampirizada”, el autor presenta a un vampiro moldavo perteneciente a la nobleza.

Durante las décadas siguientes, diarios y revistas se llenan de historias de vampiros, la gran mayoría de ellas de escaso valor literario. Sin embargo, es dable referir a “El extraño misterioso”, de autor anónimo, cuento publicado en una revista inglesa en 1860, traducido del alemán en que originalmente fue publicado también anónimamente en 1857. Uno de sus rasgos relevantes es que en él el vampiro necesita la invitación explícita de su víctima para poder ingresar en su casa, rasgo que será utilizado posteriormente por otros escritores,[9] aparece también en Drácula, aunque de manera implícita, y es ya parte de la imaginería común acerca del vampiro actualmente. De igual modo, de la misma forma en que lo hará posteriormente Drácula, el vampiro de este cuento es capaz de controlar a los lobos y convertirse en niebla.

El francés Paul Feval publica en 1865 La vampira y en 1867 La ciudad vampiro, ambas novelas (esta última más) parodias ácidas de la novela gótica y no historias de vampiros tradicionales.

La siguiente aportación notable al subgénero la constituirá Carmilla, novela corta publicada en 1872 por Joseph Sheridan Le Fanu, “obra maestra de la literatura de terror y de la saga vampírica en particular”.[10] En esta obra se mezclan la voluptuosidad, la seducción, la maldad y la búsqueda de la eternidad. La vampira aquí se presenta dominante, astuta, cruel, refinada, acercándose a su víctima gradualmente, como en un cortejo amoroso, buscando que su víctima la desee de igual manera.[11] En opinión de Quirarte, este es el texto canónico del vampiro femenino. Se resalta una cualidad muy notable: el hecho de que Carmilla busque sólo víctimas femeninas, rasgo lésbico que supuso un escándalo pero también un deleite para la represiva moralidad victoriana.[12] A partir de esta obra, que gozó de celebridad, las vampiras representarán “la fatalidad más tenebrosa, al encarnar la amenaza inminente de una muerte violenta; pero aun así todas las víctimas parecen caer rendidas ante el irresistible magnetismo de su hechizo sexual, haciéndonos olvidar por momentos que son muertos vivientes”.[13]

Sólo un texto más a consignar antes de llegar a Drácula, considerado cumbre de la literatura vampírica: “El misterio de la campiña”, publicado en 1887, de Anne Crawford, historia que trata de un bohemio instalado en Italia que sucumbe ante una vampira. 


[1] Tola de Habich, F. (2009): Op. cit.

[2] Sánchez-Verdejo Pérez, F. J (2011): Op. cit.,p. 112

[3] Citado en: Glantz, Margo (2006): “Las metamorfosis del vampiro” [en línea] en Biblioteca Virtual Cervantes. Disponible en: http://www.cervantesvirtual.com/obra/las-metamorfosis-del-vampiro-0/ [Consultado el 13 de marzo de 2013]

[4] Vurdalak es el nombre en ruso con el que se conoce a los vampiros. Cfr.: Tola de Habich, F. (2009): Op. cit.

[5] Ídem.

[6] Citado en: Ídem

[7] Ídem

[8] Ídem

[9] Ibídem

[10] Quirarte, V. (2006): Op. cit., p. 144

[11] Tola de Habich, F. (2009): Op. cit.

[12] Quirarte, V. (2006): Op. cit., p. 142-144

[13] Siruela, J. (2010): Op. cit., p. 20