En el concilio de sus muros
se guarda como un cálido secreto
el misterio de la vida, antes de ser sangre,
mucho antes de ser carne.
Está protegido por membranas viscosas
y una corteza impenetrable para agua y aire destructivos:
es El Huevo, donde se origina y perfecciona el ser
antes de venir a arrastrarse, parir y asesinar
a la naturaleza circundante.
Está supuesto por las leyes naturales,
para romperse y entregarlo al mundo,
unidad del cosmos viviente
que respira, crece, se reproduce y abandona al morir
el cuerpo de tres líneas rígidas que constituyó
la fuente del mínimo calor de su breve existencia,
el laberinto de sus duelos absurdos,
la piedra inscrita de sus fracasos,
la mina de sus sueños, el templo de su fe.
El huevo atesora en su ojo y en su plasma
el sigilo hermético de la creación,
de la vida multiplicándose billones de veces,
del aliento que anima inertes cadenas moleculares
y las dota de recuerdos, angustia,
necesidades bestiales e impulsos dañinos.
En su interior se condensa el código sobre el cual
el universo es, palpita, se ensancha o constriñe,
gira o se detiene, se ilumina o se hunde en tiniebla.
Añoramos todos,
en lo más recóndito de nuestra memoria,
esa cápsula que envolvió nuestro embrión
en una cripta de seguridad,
la marea contenida que nos abrigó y dio de beber
alargando sus manos sin forma ni color,
de proteínas, medicamentos y elixires
en exacta proporción.
Lo añora el hombre que apartó,
midió y pesó los huevos conocidos
pues procede de uno, como el planeta donde habita
de una mole ovalada que giraba.
Nada sobra y nada falta en el huevo.
Su estructura es severa donde debe,
y también lo es blanda, suave y tierna.
Gloria de la arquitectura natural,
es inquebrantable por la mano prensil
en sus polos que concentran energía protectora.
Cáscara diseñada por un dios obstinado y solo,
por un ingeniero astral cuyos planos deseara el hombre
para, si le es posible, mejorarlos.
Almendra de la sabiduría, recinto de magia
a donde baja el bullicioso éter de las visiones.
Si llega a romperse
con la criatura de su interior malograda aún,
–para mantener el equilibrio de un orden mayor–
cada exquisita y fina hebra que la fuerza tejedora celeste unió
regresaría a su regazo, sin culpa,
vergüenza ni dolor.
Huevo = perfección.