Compartimos una nutrida entrevista con el Dr. Julio María Fernández Meza, especialista en literatura, quien obtuvo su grado de Doctor en Literatura Hispánica por el Colegio de México recientemente. Ha publicado ensayos académicos y obra literaria en diversas revistas de carácter nacional e internacional. Hace poco, obtuvo el segundo lugar en el Primer Concurso de Cuento Fantástico organizado por Cátedras Universitarias Literarias Internacionales apoyadas por la UNESCO con su cuento “Manuscrito hallado en una bitácora”, el cual aparecerá publicado próximamente en una plaquette. El jurado del premio estuvo presidido por David McKee, siendo sus secretarios Almudena Grandes y Enrique González Pedrero.
“Manuscrito hallado en una bitácora” narra la obsesión del comodoro Alexander Wilks, un joven británico al servicio de la Corona. Sus éxitos en campaña, su historial envidiable en la Compañía de Indias Orientales y su participación activa como fellow de la Royal Society, lo vuelven idóneo para emprender un viaje comercial a Tartaria. Parece tener éxito; sin embargo, desaparece sin dejar rastro. El narrador, que es inglés como él, es asignado para encontrarlo, máxime porque la Compañía invirtió una suma nada despreciable en Wilks y precisa resultados. En el campamento abandonado, donde no falta el equipo de la misión, como si nada hubiera pasado, el personaje encuentra la bitácora del comodoro. Adentro está el mentado manuscrito, anotado con la misma letra y que fue dejado allí con prisa, a juzgar por su aspecto. Así nos enteramos de las peripecias de Wilks y los hombres bajo su mando en una tierra inhóspita, fría, azotada por los nómadas. Pero algo más los espera.
La entrevista se acompaña de un cuento de la autoría de Fernández Meza, así como una de reflexión de carácter teórico sobre las funciones y mecanismos del cuento fantástico. El autor nos compartió estos apuntes también. Dejemos que él nos acerque a su universo creativo y académico por medio de sus propias palabras.
El primer lugar, de nacionalidad francesa fue declarado nulo, pues el participante murió por COVID-19 antes de serle entregado el premio.
1.- En tu ensayo “Apuntes de estocástica” has tratado el tema del azar. ¿Cómo crees que influye éste en tu creación literaria?
Escribí “Apuntes de estocástica” en junio de 2012, por invitación de Daniel Sánchez Poitevin y Humberto López Portillo, tan cálidos ambos. Ellos son, respectivamente, editor en jefe y jefe de redacción de La Peste, una revista mexicana. La revista es una de las más llamativas que conozco. Se publica en formato físico y electrónico (todos los números hasta ahora publicados pueden consultarse y descargarse gratuitamente en https://lapeste.mx/nueva/). La Peste es temática; es decir, cada número gira alrededor de un solo tema, como el azar. Los textos de cada número son breves y hay un sinfín de géneros. Por lo general, se acompañan de ilustraciones o fotografías, pero no siempre. El objetivo es publicar voces que ya poseen trayectoria y voces nuevas. La Peste es como una espaciosa casa de huéspedes, con habitaciones para todos. Ya que uno la habita, difícilmente quiere abandonarla. Y me parece que en eso reside el encanto de la revista: su carácter variopinto, la calidad de su contenido, la simbiosis entre texto e imagen y el hecho de que se acojan a la vez autores con resonancia, como aquellos que buscan difusión. Por la pandemia, el proyecto está temporalmente detenido, aunque los ejemplares publicados se siguen distribuyendo. Esperemos que la revista continúe por mucho más. Creo que es una propuesta necesaria.
En el ensayo exploro ciertas implicaciones del azar en la literatura. El azar muestra un poco cómo creo ser como autor: me traslado a cualquier lugar por una característica que, para mí, es esencial y es la curiosidad. Por eso no me gusta casarme con ningún tema. En inglés, tenemos la expresión Jack of all trades, master of none (que podría traducirse como “versado en todo, experto en nada”). La prefiero a ese refrán violento que, en nuestra lengua, achacamos a los gatos. ¿Por qué la curiosidad tendría que acabar con ellos, en vez de que gocen su curiosidad sin morirse de por medio? Dado que no sabemos cómo funciona el universo (quizá nunca lo sepamos), pensamos en el azar. Aunque también hay procesos de la naturaleza que cabe calificar de azarosos.
2.- ¿Cuál es tu idea personal del cuento?
Para mí, el cuento es lo que tiene forma. Asocio el cuento con el fuego: su forma es reconocible, mas no se puede definir. El fuego describe el cuento, desde que se enciende hasta que arde. Un cuento produce calor, digamos. Algunos abrasan, otros reconfortan, unos recuerdan el hogar. Pero ningún buen cuento nos deja indiferentes. Ramos Sucre escribió Las formas del fuego, cuyo título es bellísimo, así como los textos que contiene ese libro. El título está en plural, porque el autor se percató de la esencia del fuego, que es que cambia. Al igual que todo cuento: ninguno se parece a otro. Todo género podría vincularse con un elemento. Como el poema, al que yo asocio con el agua.
3.- ¿Con qué teóricos tienes más afinidad a la hora de pensar lo fantástico?
He leído algunos trabajos sólidos de Rafael Olea Franco, Rosalba Campra y David Roas. Y, desde luego, Todorov, que es clásico. No por el hecho de que algunos postulados suyos sean cuestionables, deberíamos obviarlo. Antes bien, Todorov es un punto de partida.
4.- ¿Cómo fue el proceso creativo de tu cuento ganador en este concurso?
Para escribir “Manuscrito hallado en una bitácora”, pensé en una criatura. No revelo su nombre, con objeto de que el lector lo descubra por su cuenta, cuando el texto se publique. No ambienté el texto en la contemporaneidad, ni en México. La intención era que el lector pudiera trasladarse a una época de la que hay registros, pero que no existe. Al documentarme, me sorprendió la cantidad de información que hay, puesto que ahí residía, para mí, parte del juego: hablar de lo que no existe con convicción y hablar de lo que existe de manera increíble. El héroe está desaparecido desde hace meses, sin que se sepa por qué. Es un comodoro británico, al servicio de la Corona. Se empeña en dar con la criatura a como dé lugar. Los soldados bajo su mando son “cipayos”, o sea, los indios que, durante los siglos xviii y xix, estuvieron al servicio de los así considerados dueños del mundo, como Gran Bretaña o Francia. Y también está el intérprete, de origen musulmán. El comodoro no habla la lengua de los soldados, ni ellos manejan bien el inglés. Es un crisol de culturas. Y de prejuicios. A la vez, el narrador, también inglés, tiene la misión encontrar al comodoro. El texto acontece en el Siglo de las Luces. Una fuente es cierta entrada de la enciclopedia de Diderot. Uno podría pensar que el título es deudor de Poe (“M.S. Found in a Bottle”) y de Cortázar (“Manuscrito hallado en un bolsillo”). Y, en efecto, los tuve presentes. Yo opté por “bitácora”, un término coherente con el mundo creado. Hay muchas otras fuentes, que no enumero aquí. Quiero dejar la cuestión abierta, porque, para mí, el autor es el menos autorizado para hablar de sus textos. A lo mucho, puede despertar interés. Todo lo demás le corresponde al lector. El reto consistió en no citar, sino en recrear el estilo, parecer transparente, mantener el suspenso.
5.- ¿Cómo compaginas tu actividad académica con tu creación literaria? ¿Cómo se nutren mutuamente?
Cursé la Licenciatura, la Maestría y el Doctorado en Literatura, porque procuro estar bien preparado. Es un rumbo en que importa menos la meta que el recorrido. La preparación no culmina con los grados. Es de por vida. Estoy de acuerdo con mi querido amigo, Gonzalo Celorio, que afirma que lo que se aprende, al cursar un programa de Letras, es a ser un lector crítico. Se tiene la idea preconcebida de que, en esa carrera, se nos enseña a ser escritores. Y no. (Otra cosa son los programas y posgrados de escritura creativa, como los de Estados Unidos.) Uno, más bien, aprende a escribir por cuenta propia, a partir del ensayo y el error y, sobre todo, la lectura. Un lector crítico no es más que un lector preparado, que sabe leer entre líneas. Me siento libre de leer lo que quiero, cuando quiero, a veces guiado por los demás, a veces guiado por las tendencias, las más de las veces, guiado por mi cuenta. En la concepción personal que tengo del escritor, yo creo que uno no puede formarse más que leyendo. Los talleres de escritura, las corrientes, los programas de escritura creativa, pueden ser estímulos útiles, pero la base debe ser la lectura. Aunque parezca una obviedad, no lo es. El escritor requiere de preparación.
Ignoro por qué se marca una línea divisoria entre la creación y la academia, como si estuvieran peleadas. Para mí, son complementarias. Antes de escribir creativamente, puedo documentarme, pero no es forzoso. A veces tan sólo basta la imaginación, la curiosidad. En cambio, antes de escribir un texto académico, la documentación es imprescindible. Los procesos pueden influirse entre sí o correr en paralelo. En México, no son pocos los ejemplos de escritores cuya trayectoria creativa se aúna a una académica. Que yo sepa, no siempre se combinan las dos rutas, ya que cada una es muy demandante.
6.- ¿Desde qué edad escribes y cómo fueron tus inicios?
Escribo desde niño. No recuerdo la edad exacta. Puedo hablar de unos antecedentes. Mi infancia la viví en distintas ciudades de Veracruz, donde nací. Desde chico, me ha interesado la creatividad. Antes de escribir, esculpí con plastilina. En el caso de la escritura, cuando era muy chico, me dio por modificar los “lunes” de las fechas por “lubes”. Me sonaba más bonito. Luego me corrigió la maestra. Estoy pensando en escribir un relato sobre el amor a los lunes, que son odiados en el mundo capitalista de hoy. En segundo de primaria, que ya cursé en la Ciudad de México, recuerdo que la maestra de Español elogió las oraciones que escribía de tarea. De chico, vi mucha televisión. Me gustaban los comerciales. Recuerdo los anuncios del juego “Adivina quién”, especialmente los nombres, nombres entonces exóticos como “Bill” o “John”. Me esmeraba para que esos “Bill” y esos “John” no solamente regalaran flores a María. También me gustaban las caricaturas. Todavía conservo un cómic, que escribí e ilustré cuando era chico. Me tomó años concretarlo, hasta la secundaria. Es una mezcla. Digamos que la historia se inspira en las aventuras de Gokú, de Dragon Ball, cuando es niño, aunque los personajes son de mi invención y me baso en los dinosaurios, ya que también crecí con ellos. De pronto, la historia principal se interrumpe, porque se transmiten los comerciales. O luego entrevistan a los invitados de tal o cual programa. Años después, cuando ya estaba en secundaria y comenzó a circular Spawn, el famoso cómic de Todd McFarlane, no me maravilló el protagonista, sino cómo están redactados los diálogos, los parlamentos o cómo se construye el mundo. Recuerdo a una muchacha, que sólo hablaba por medio de preguntas y no podía hablar más que de ese modo. Entonces, en el cómic de mi creación, se dan giros oscuros y se acentúa la violencia. Durante la secundaria gané un concurso de Calaverita y uno de cuento. En aquel cuento, unas gomas cobran vida y deciden ya no ser usadas para borrar. Se rebelan ante el mundo.
7.- ¿Cuáles son tus líneas de investigación como académico?
Literatura Hispánica, Literatura Inglesa y Literatura Comparada.
8.- ¿Cómo te describirías como autor?
Hay un verbo que me gusta mucho, “marrar”, que significa “errar” y “desviarse de lo cierto”. Y entonces di con un neologismo, “marrador”, en vez de “narrador”. Soy un poco eso, un “marrador”, por salirme del camino.
9.- ¿Has sentido o vivido esa especie de estigma que señala a los que dentro de la academia también hacen literatura y no sólo la estudian? ¿Cómo ha sido esto?
Descreo, como dicen por ahí, que el académico sea un escritor frustrado o que el escritor carezca del rigor de un académico. Como dije, yo uno las dos vías. No las divorcio. Forman un matrimonio feliz o, al menos, eso me dicen ellas y eso me gusta creer. En general, he visto que suelen tratarse aparte, lo que no siempre debería ser el caso. Ojalá se confiaran más sus secretos y no se pusieran el cuerno tan descaradamente.
10.- ¿Quiénes son tus cuentistas favoritos y por qué?
No tengo cuentistas favoritos, por la simple y sencilla razón de que intento leer a cuanto cuentista cautive mis ojos, sin importar la época a la cual pertenezca. Mientras el creador me transmita algo profundo, es probable que lo inscriba en mi canon personal. Aunque no los llamo “favoritos” (ya que no me gusta pensar así en los autores), leo con frecuencia a diversos cuentistas y cultores de la brevedad. Entre algunos, están Hawthorne, Poe, Lichtenberg, Verónica Murguía, Pu Songling, Nellie Campobello, Ernesto de la Peña, Ignacio Padilla, Monterroso, Emiliano González, Tario, James Tiptree Jr., el ciclo del padre Brown, de Chesterton, Las mil y una noches, algunas historias de Viaje al oeste, Rulfo. A ese panteón acabo de añadir a Thomas Wolfe, Angélica Gorodischer y María Elena Llana. Todos los mencionados me interesan, porque aúnan magníficamente la forma con el fondo. Leo voces antiguas y contemporáneas, con una ligera preferencia por las primeras.
11.- ¿Qué significa para ti haber ganado este concurso?
Guardando la infinita distancia que me separa de Borges, siento que me pasó algo similar a lo que él vivió cuando, en su juventud, escribió “Pierre Menard, autor del Quijote”. Se golpeó fuertemente en la cabeza al subir con prisa unas escaleras. Y termina en el hospital. El accidente, de algún modo, inspiró la escritura. Y tal vez porque era muy joven, Borges no se sentía seguro de incursionar en la narración (ya había cultivado la poesía y el ensayo). Entonces escribe ese relato, que es una especie de nota necrológica, una elegía, de Pierre Menard, quien escribe el Quijote de Cervantes al pie de la letra, pero no lo transcribe, no lo copia. Hace algo más mucho más fuerte y hasta, en cierta medida, mágico. A tal grado se vuelveCervantes, que es como si Pierre Menard fuera Cervantes. A pesar de que el Quijote de Menard es tipográficamente idéntico al de Cervantes, no son lo mismo. Borges traslada una cita de Cervantes, que, leída desde Cervantes, dice una cosa y, leída desde Menard, dice otra. Luego Borges se recuperaría, su madre le lee a Out of The Silent Planet, de C.S. Lewis, y él, en la cama, comienza a llorar. Llora, porque es capaz de comprender lo que le están leyendo. Es decir, Borges pudo haber muerto de joven. Mas no es el caso y después continuó esa senda tan productiva que es su narrativa.
En cuanto a mí, yo escribía y escribía creativamente, sin descuidar mis estudios profesionales. Participé en tantos concursos, que ya no recuerdo con exactitud en cuántos de ellos lo hice. Todavía lo hago. Y me dije: “ahora o nunca”. Y la apuesta resultó. Vertí en ese texto todo el ingenio que, por ahora, creo ser capaz de pergeñar. Además, me di cuenta de algo que quizá todo escritor que quiera darse a conocer, ya haya pensado, pero que convendría creer firmemente en ello, casi como si fuera un mantra: si uno no gana un concurso, no quiere decir que el texto con el que se participó, carezca de calidad. Hay que seguir escribiendo y hay que hacerlo sin que el principal estímulo sea el concurso. Para mí, el propósito de fondo es íntimo. Yo escribo, porque siento la necesidad impostergable de decir algo, de transmitir lo que siento, de que rujan las voces que habitan en mi interior. Y también escribo, porque creo tener buena memoria. La memoria me permite trazar uniones allí donde la curiosidad me lleva. Imprimí algunos rasgos autobiográficos en “Manuscrito hallado en una bitácora”. El personaje se fija tanto en los detalles, que es como si viera las hojas en vez del bosque y, como suele ocurrir, el bosque termina por imponerse. Cuando retengo a un personaje en la memoria, es sobre todo por lo que sufre, por cómo vive la tristeza o la derrota, el abatimiento o la pérdida, por lo que tiene que enfrentar, aun a sabiendas de que el mundo, casi siempre, puede más. El protagonista, pues, se entrega de lleno, como creo haber hecho al escribir el texto durante la pandemia, a pesar de las complicaciones a las que todos nos hemos visto sometidos.
12.- ¿Qué ofrece la academia como nicho de trabajo para un escritor profesional?
El escritor profesional es aquel que se gana la vida escribiendo. No es raro que se decante por la cantidad, en vez de la calidad. Después de todo, la productividad se paga, se premia, se reconoce. Yo abrazo la vía académica, además de la creativa, por las oportunidades que brinda. Es un modo de vida. Creo que el escritor habla de lo que aprende y conoce. De ahí que se nutran entre sí. Es como cuidar un árbol de varios frutos. Algunos son más jugosos que otros, pero intento mantener irrigado por igual al árbol, para que el conjunto llame la atención.
13.- ¿Puedes hablarnos de en qué consistió tu tesis de Licenciatura y a que conclusiones llegaste?
Examiné Maitreya, una novela de 1978, escrita por el cubano Severo Sarduy. Él es conocido, sobre todo, por sus ensayos sobre el barroco. Fui a la Biblioteca Samuel Ramos (cursé mis estudios en la UNAM) para ver qué más había de él. Maitreya me hizo ojitos. Me pregunté cómo un cubano escribió una novela sobre el Buddha del futuro, cuyo nombre es ése, Maitreya. Como ya tenía interés en el budismo, no me era ajena la referencia. Y, en realidad, el budismo en Sarduy es un pretexto en el buen sentido. Me di cuenta de que Sarduy no suele ser muy apreciado que digamos. Cuando se habla de él, se hace, casi siempre, a la luz de sus ensayos o se estudia lo barroco. Entonces quise hacer algo un poco distinto. Yo exploro las dos grandes bases sobre las que se sostiene la novela, que son el barroco y el budismo. Maitreya es un sentido homenaje de José Lezama Lima, que muere en 1976. Sarduy escribe esta novela en su honor, la colma de guiños a su maestro y lo equipara con el Buddha del mañana para proponer una suerte de nueva era en la literatura hispanoamericana. Hay que recordar que Sarduy escribe el núcleo de su obra exiliado en Francia, ya que, con todo derecho, no quiso sufrir la persecución que otros escritores cubanos homosexuales, como él, padecieron a manos del régimen castrista. Sarduy “cubaniza” y se burla de los referentes budistas, así como muchos otros, por no añadir que el estrato “barroco” es notable, tanto en la forma como el contenido.
Por cierto, ya que hice referencia a La Peste y Sarduy, me parece que esta entrevista se publicará junto con “El estuco”, un cuento que originalmente se publicó en esa revista, en el número “Musas”. En ese entonces, me inspiré en la ilustración que lo acompaña. “El estuco” es un homenaje de mi parte a Sarduy.
14.- ¿Y respecto de la tesis de Maestría?
En la Maestría, trabajé tres textos de Borges: “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, “Pierre Menard, autor del Quijote”, “El Aleph”. Analicé la lectura y la escritura, esto es, los procesos de esa condición que se dan en los mundos creados por Borges. También doy mi interpretación de lo que él quiere decirnos. Estos textos nacen de la literatura. Borges narra con tal poder, que el lector termina seducido y mareado a la vez. Y no tiene el menor reparo en hacer apócrifo lo que no lo es, en volver creíble lo falso o en combinar los dos procesos. Por no añadir que es un sacrílego y se burla mucho. Borges nos convence de lo que dice como si fuera un mago. He ahí el prodigio. Se solaza en mostrarnos que la literatura es un juego, un juego inteligente y muchas veces divertido.
15.- ¿Cuál ha sido tu proyecto de investigación como en el Doctorado en Literatura Hispánica?
Volví a Borges y sumé a Arreola. Me fijé como objetivo hacer una investigación de Literatura Comparada, porque creo contar con las herramientas y el bagaje para evaluar con algo de detalle las semejanzas y diferencias de dos autores. La tesis de Doctorado consiste en una indagación sobre la forma. Y así reflexiono acerca de tres textos por autor, tanto aquellos que gozan de una bibliografía copiosa, como aquellos que han sido tomados menos en cuenta. La forma es, para mí, un problema, puesto que la obra de ambos es un permanente trabajo con la forma. Suele decirse que entre los dos hay muchas afinidades, lo que es verdad. Y por ello califico a ambos como extraordinarios, poniendo en entredicho el supuesto de que Arreola es el discípulo y Borges el maestro. Si lo fuera, Arreola no sería más que un imitador sin trascendencia. Ojalá valoremos más a Arreola en el panorama de la literatura mexicana e hispanoamericana. Es un tipo bastante raro, porque se apropia del estilo con una maestría asombrosa. Arreola es capaz de escribir como Rulfo, como Borges y, por supuesto, como Arreola. Muchas técnicas las aprende de Borges, pero su sello distintivo es inconfundible. Obtuve el grado hace poco. No me corresponde decir si mi trabajo es bueno (y digo lo mismo de las investigaciones que describí en las dos preguntas anteriores). Lo que sí quiero hacer, es agradecer a quienes me leyeron y que me apoyaron en el camino. Ellos (no yo) merecen todo el reconocimiento.
16.- ¿Cómo ha sido tu vida académica en el seno de El Colegio de México?
Aprecio mucho a El Colegio. He hecho amigos y dialogado en dos de sus centros: el Centro de Estudio Lingüísticos y Literarios y el Centro de Estudios de Asia y África. Además, la Biblioteca Cosío Villegas es un prodigio. Los bibliógrafos de El Colegio son un ejemplo de amabilidad. Si uno requiere consultar material de difícil acceso, ellos hacen hasta lo imposible por conseguirlo. El Colegio es una institución generosa y rigurosa. En el Doctorado en Literatura Hispánica, la formación es escolar, o sea, se cursan materias durante dos años, los otros dos se dedican a la investigación. Ambas etapas deben cumplirse satisfactoriamente, si uno pretende obtener el grado. Los profesores que imparten las clases están bastante preparados y descuella su interés para que uno piense por su cuenta. Tuve la fortuna de haber publicado ya dos artículos en unos volúmenes colectivos editados en El Colegio, uno sobre Arreola, el otro sobre el Persiles.
17.- ¿A qué narradores contemporáneos destacas y por qué?
Antes dije que prefiero un poquito más a los antiguos; no obstante, también me gustan los autores contemporáneos, estén vivos o no, sean mujeres u hombres. En el caso de las mujeres, no puedo más que celebrar que, cada vez más, se den a conocer, que las leamos y estudiemos. Por mencionar algunas, me parecen fascinantes Tita Valencia, Josefina Vicens, Mariana Enríquez, Irene Vallejo, Angela Carter, Ursula K Le Guin, Karen Blixen, Karin Tidbeck. Entre algunos hombres que leo con devoción, están Cabrera Infante, Carpentier, Arenas, Bioy, Ligotti, Wolfe, Barth, Pavić. Destaco este panteón de narradores, porque, como antes dije, ellos armonizan la forma con el fondo. Añadiría a Yourcenar, por ejemplo L’Œuvre au noir (en español se divulgó como Opus nigrum). Es una preciosa novela sobre la alquimia, situada en el Renacimiento. También me faltó mencionar a los poetas, los ensayistas, los dramaturgos. No leo nada más narrativa. Doy tres nombres, en ese orden: Mutis, Quignard, Stoppard.
Una autora antigua que me atrae, es la japonesa Murasaki Shikibu. Recientemente he leído una parte de La leyenda de Genji. Aun cuando su novela se escribió hace más de mil años, es impresionante cuán vigente sigue siendo. Es una novela llena de poemas y poesía, con un impecable dominio de la técnica, los recursos, la intriga. Tengo muy en alto a dos novelas de la tradición inglesa, una precoz, la otra moderna: Tristram Shandy, de Laurence Sterne, por lo lúdica que es, y Pale Fire, de Nabokov, por lo conmovedora que es.
18.- ¿Qué importancia tienen los concursos literarios en la carrera de un escritor?
Por un lado, la mayoría depara un estímulo, ya sea monetario, ya sea la publicación del texto (a veces se dan las dos circunstancias); por otro, y lo que es más importante, los concursos sirven para legitimar. Los concursos se sustentan a partir de estas premisas. Ha habido concursos desde hace siglos, no es un fenómeno reciente. Por medio de los concursos, nos enteramos de aquellos autores que, por cualquier razón, todavía no son conocidos o los que ya gozan de renombre muestran algo valioso. Ahora bien, cuando se escribe algo perdurable, cabe preguntarse si los premios siempre importan.
19.- ¿Cuál es la relevancia de los congresos y coloquios en la construcción del conocimiento académico?
Son espacios de diálogo, de retroalimentación, de discusión de ideas y también representan oportunidades para conocer a los colegas y enterarse de cómo leen y estudian literatura. Estos eventos suelen estar dirigidos a toda clase de público, desde el general al selecto. He conocido a muchas personas maravillosas en los congresos, tanto en México como en el extranjero. Y, por supuesto, no podría faltar la ficción sobre los congresos u otros eventos relacionados. Celebro parodias como “La nueva cosmogonía”, de Stanisław Lem, o “Borges y el ultraísmo”, de Enrique Serna, que rompen con la solemnidad que se piensa que impera en los congresos, cuando, por fortuna, llega a ocurrir lo contrario. También pueden ser fiestas.
20.- ¿Cómo afectó o modificó la pandemia tu actividad escritural?
La pandemia nos ha afectado a todos. Incluida la Tierra misma. Ojalá la Tierra, esta Tierra hermosa que destruimos a un ritmo al parecer indetenible, haya podido respirar, al menos un poquito, mientras buena parte de la humanidad se quedó en casa. Escribí todo “Manuscrito hallado en una bitácora” y la tesis entera de Doctorado en la pandemia. De modo que, en mi caso, no sé si la pandemia afectó o no mi actividad. Lo que pesa, lo que no podemos obviar, es que hayamos sufrido tanto en estos años terribles. En mi familia, nos duele la pérdida de una tía muy cercana. Aun así, no quisiera cerrar esta entrevista en el lamento. Más bien me gustaría hacer una recomendación, porque ahí donde yace la sombra, se esconde la luz. Ellas también se nutren entre sí, como la creatividad y la academia. Hace poco, Verónica Murguía publicó El cuarto jinete. La novela acontece en la Europa medieval, azotada por la peste bubónica. Puede leerse como una alegoría de la pandemia actual. A pesar de cuánto sufren las criaturas de Murguía, el libro no está exento de magia y dulzura.
EL ESTUCO
Y derrama su blanca quemadura
más abrasante cuanto más pausado.
Severo Sarduy
De yema a yema le colgaban los hilos, las pecas brotadas se confundirían en el rostro sin imperfecciones y alguien la juzgaría como intolerante a la lactosa, aunque eso no era nada comparado con el vestido que hoy estrenaba. Si en su contrato no hubieran añadido el remplazo más una docena extra, jamás habría pisado de nuevo el Estudio. Así era la bienvenida, especialmente generosa para las modelos recién empleadas, a quien Cano disfrutaba más recibir.
Vaya comienzo de cuento, pero ¿qué puedo esperar si Jenaro se escabulle a como dé lugar bajo la computadora y, debido a sus incursiones, me fuerza a engrosar el texto con sílabas inconexas, multiplicadas por su empeño, que en consecuencia el corrector subraya? Se afana en distraerme justo a la hora de escribir. A él no le pesa distanciarme de mi pasión, pues, si me caza a punto de lograr la frase, tras horas de rumiar, mayor su placer, ya que el mío se interrumpe de golpe y él alega, una vez más, cuán inútil es escribir si en la piel se puede grabar la historia, como es incapaz la letra, que se pierde sin remedio en el devenir.
Cyril, surcada por una sonrisita displicente, se limpió con los kleenex que le ofrecieron. Observaron con naturalidad cómo se quitaba las manchas, lo cual la desconcertó todavía más. Como modelo se podía esperar un trato semejante y no sería la última ocasión para fornicar con el fotógrafo si las miradas chocaban con ímpetu de estampida. Gajes del oficio, efecto desencadenado por la cadencia del obturador. Abrumarla de súbito, bien suponía un riesgo inusitado en su trayectoria y arrojarla a la experiencia tal cual sugería la seriedad del asunto. Mas qué profesionalismo implicaba bañarla al atravesar la entrada, sin siquiera presentarse formalmente, currículum en mano, como si el apersonamiento bastara para ser aceptada y se silenciara la entrevista, el tiempo de prueba. Satisfacía los requisitos de la solicitud en línea: tez blanca; cabello oscuro, largo; estatura superior a la media; complexión estricta, bajo ninguna circunstancia al linde de la anorexia, que admitía operaciones plásticas siempre y cuando la cara permaneciera inmaculada; perfil caucásico, merced del consumidor asiático dominante; manejo opcional de idiomas. Contrato a sueldo fijo más prestaciones, horario sujeto a la vitalidad del proveedor. No se especificaron detalles sobre tal proveedor, pero la omisión era insustancial ante un sueldo de seis dígitos. Cuando Cyril consideró el derrame como otra laguna de la solicitud, los asistentes la arrastraron al camerino.
Jenaro se fue a descansar. Prolongó mucho más de la cuenta la redacción del párrafo. Tampoco puedo protestar. Soporto sus intermitencias por el gozo que conllevan. Entonces vuelvo a la segunda persecución, donde ya no soy presa sino cazador. Retorno a la hostilidad de la palabra, su punzada, su insistencia en perforar los oídos como lo hace el mosco. Su voz nunca acallada, percibida en eco, acrecida a cada respiración mía. Voz inclemente. Paranoia cuyo origen me niego a precisar y, más aún, ir en su busca. La cacería no demanda adentrarse en territorios tan insondables. Se limita a un concierto de personajes, a mi afrenta con ellos, si bien al encararnos concedo digresión tras digresión y me desplomo en la palestra ante sus risas de espectro, atronadoras.
Maquillaron a Cyril como si fuera a desfilar en una pasarela parisina de los barrios limítrofes, de cuyo éxito la marca underground comienza a distribuirse en toda la Ciudad de la Luz, desde cadenas como Printemps y Lafayatte hasta bazares en los bosques de Boulogne y Vincennes. La pintarrajearon con tonos cálidos, énfasis en los párpados, rímel de henna, borla a base de artemisa, labial bermellón. La arroparon sólo con lencería transparente, cuyo encaje ónix realzaba los puntos erógenos, y unas botas de tacón. A la ninfa el esmero le pareció excesivo para la primera sesión. Nadie respondió sus preguntas. El director tocó la puerta, ansioso por saber si estaba lista. Los asistentes abrieron con lentitud. Instantáneo visto bueno del director, quien alzó el pulgar, seña para conducirla al centro del Estudio donde Cano estaba preparado. Cyril no comprendía por qué el furor en torno a ese nombre, aclamado por la turba, que incluía el suyo también y palabras como ‘milagro’ en la jaculatoria. Al encararlo la vedette quedó atónita. Cano era un efebo de piel nevada, albino a plenitud, de un rubio tan oxigenado como el de una doncella. Estaba sentado en una parihuela que cargaban negros o latinos (para el caso, lo mismo). Varias jovencitas estimulaban sus genitales: el escroto más esferoidal que Cyril hubiese visto y el falo, cuyo tamaño no competía con cualquier hombre sexualmente codiciado, ni mucho menos con Rasputín, mas lo que no tenía en longitud, lo compensaba en rendimiento. Lo mantenían en orgasmo periódico mediante una tormenta de incentivos, afrodisíacos, una dieta rica en fósforo, potasio, zinc. Se prohibía el coito, porque la penetración, por más imaginativa que se antojara o lo cuidadoso de su técnica, significaba desperdiciar el esperma. De la sustancia dependía el Estudio, así alimentaban a sus familias y lucraban al grado de volver esta extravagancia todo un negocio.
Sus felaciones me conminan a rociar un perímetro modesto. Ya es el tercer accidente del día. Quién se quejaría de mi papucho, Jenaro me causa la eyaculación sin importar mi fatiga y presume la única connotación que su pobre inglés le ha deparado, cuando aduce que en ese idioma ejaculate también es exclamar. Así exclama mi deleite. Es extraño cómo me provoca el clímax una y otra vez, pues entre más expulso, las emisiones siguientes deberían menguar; sin embargo, ocurre lo contrario, ya que en cuanto succiona transforma mi uretra en géiser. Acaso en la sutileza de su mordida, la diligencia de su lengua, aunado al modo en que me macera los huevos, radique su destreza. Aún no lo determino. En definitiva lo suyo es la dicha oral, pues durante la cópula no tecleo y él, recalca, asume el papel activo ante mi debilidad por crear ficción. Su acecho no es unilateral. Yo mismo contribuyo al ciclo. No en vano se jacta de pillarme al escribir. Estas acotaciones no son circunstanciales. Se acoplan al texto por el recreo de hacerme venir mientras escribo, a lo que corresponde salpicar el derredor, en particular la máquina. Miro el fondo blanco del procesador empaparse de blanco, siento cómo se me vacía el talante, se impregna de inconsistencias y lo recuperado, de haberlo, se pierde a pesar de teclearlo o custodiarlo en la mente. Escribir es una categórica puesta en escena, donde se es al unísono público, histrión y proscenio. La alternativa hacia un confín voluntario en cuyos barrotes el escritor se columpia, obcecados los demás papeles gregarios.
Cyril se ganó el apodo de Musa. Dilató la agenda de por sí ajetreada del proveedor, quien no resistía barnizarla tan pronto la apreciara, absorto por ultrajar su beldad. Ésta había olvidado el dejo salobre de las secreciones desde hace meses, porque los remanentes que descuidaban los recolectores endulzaban mejor su martini que la angostura, por no agregar su calidad como exfoliante. Desechó sus polvos de arroz. Ya luciera sayo de organza o etamina, conservara la ropa interior o posara sin hoja de parra, la Musa se convirtió en la inspiración y numen del mancebo. El afluente no iba en picada en tanto lo sedujera por medio de la vista. Los otros sentidos resultaban en sobresaltos seminales. Tal éxtasis y la coincidencia de sus iniciales los hizo inseparables. A escondidas cometían estupro, pues la contemplación incesante es propia de la literatura. El bálsamo no tenía igual en la especie, un adefesio de la genética que una centena de arribistas supo aprovechar. Su rentabilidad consistía en el alto índice de aplicaciones: un kilo se costeaba harto más barato que el equivalente en cemento y rendía diez veces en comparación; como bórax y laca, los chinos la estimaban imprescindible en las herboristerías y la porcelana; endurecido sustituía la alcorza en la repostería; a temperatura ambiente, mezclado con ciertos aditivos, fungía como adhesivo para el bricolaje; cosmético de primera necesidad; dentífrico insuperable; repuesto de plasma en aparatos de última generación; antidepresivo al diluirlo en agua; ingrediente activo en farmacodependientes; al protestar durante marchas y manifestaciones, las minorías descartaban los colores del arcoíris para arroparse de blanco, sin percatarse de que, desde la explotación del miembro de oro, ese tono abarrotaba cuanto producto pudiera concebirse; inclusive patentaría el sendero hacia la erradicación del cáncer. Mientras la impotencia o el priapismo no agostaran al efebo, el Estudio, cuyo nombre genérico fijó el monopolio en el mercado, impuso su falocracia.
La interrupción ulterior de mi papucho vino como oferta laboral. Una empresa prestigiosa requería redactor y corrector para usos múltiples. A bordo de un Cadillac, aguardan por nosotros un mánager, una comitiva que se esparce según sus órdenes y una chofer tipo europeo que sostiene el volante, señala, como si la alegraran paparazzis imaginarios. A ver qué mamadas nos esperan.
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«Un texto fantástico narrativo sigue más o menos este patrón: cuenta un suceso extraordinario. Hay que entender eso «extraordinario» como algo que contradice la lógica empírica que tenemos de la realidad, así como sus leyes. Ejemplo: un cuento típicamente fantástico (en la tradición occidental) narra cómo los muertos de pronto cobran vida o cómo el diablo se manifiesta en nuestro mundo. La construcción de un texto fantástico es indicial, es decir, a lo largo del texto se plantean las pistas (muchas de las cuales pueden ser falsas pistas) para que uno caiga en cuenta del suceso extraordinario. De modo que en un buen texto fantástico, no hay sobrantes y estimula a que el lector se pregunte cómo o por qué se da el suceso extraordinario. Este suceso no puede explicarse enteramente, del todo, porque si se hace, entonces el texto ya deja de ser fantástico, se vuelve otra cosa. Lo fantástico linda entre lo extraño y lo maravilloso. En lo extraño, nada es explicable, no podemos conocer sus leyes, ni los personajes ni el lector pueden hacerlo. En lo maravilloso, no hace falta la explicación, todo lo extraordinario se acepta como si formara parte de la realidad. Ejemplo: las hadas, en lo maravilloso, son tan reales como los seres humanos, hablan, toman decisiones y ejercen influencia en nosotros. Lo fantástico, pues, tiene algunas explicaciones, pero no en su totalidad. Un buen texto fantástico usualmente sólo cuenta un solo hecho extraordinario; si se cuentan más, se pierde la fuerza y el impacto de ese suceso. Lo fantástico, además, puede combinarse con otras modalidades. En la tradición moderna, es típico que se aúne al horror, lo siniestro, lo ominoso; pero también hay casos muy dignos de ser tomados en cuenta en que lo fantástico se concatena con el humor o lo gracioso. Hay de todo. Ahora bien, lo fantástico es una categoría que no conviene aplicar a todo tipo de texto. Un texto medieval nace bajo otra configuración, desde otra perspectiva de mundo; por ello, en los textos elaborados durante la Edad Media, solemos hablar de lo maravilloso. Cabe preguntarse si en el hemisferio oriental también se escriben textos fantásticos (modernos), lo que me arriesgo a pensar que sí, ya que es un marco común a muchas tradiciones, no sólo la occidental. Por último, el suceso extraordinario desestabiliza o rompe con nuestra realidad y desata un efecto inquietante o intrigante en el lector. El texto fantástico moderno imprime ese efecto en el lector, más que en el personaje (Todorov decía que hacía «vacilar» al personaje, si lo que ocurría era verdad o no). Ahora se busca un efecto más complejo. Lo fantástico ha sido muy bien acogido en la tradición hispanoamericana. Hay un sinfín de cultores de lo fantástico. El cuento es un terreno predilecto para tratarlo, si bien se extiende a otros géneros, como la novela.»