El vampiro es en la tradición oral europea del siglo es XVII un criminal que acecha, asola, corrompe, daña, mata. Posteriormente, su reivindicación por la tradición literaria romántica, que ve en él un arquetipo satánico y, por lo tanto, un emblema, empieza a difuminar su criminalidad, borrando hasta lo más posible las consecuencias penales y negativas de sus actos y su moralidad, exaltadas durante el periodo de la novela gótica. En la narrativa de vampiros norteamericana del siglo XX veremos a un vampiro que, pese a su crueldad o violencia, no puede ser calificado de malo, dado que sólo atiende a los impulsos de su naturaleza extraordinaria como lo haría un animal. Así, asistimos con la evolución del vampiro en la tradición romántica a una crítica y a una elaboración ideológica acerca no sólo de los concepto morales, sino también de los cánones de la belleza (sabemos que, en su último periodo, el romanticismo buscará redimir la fealdad, lo horrible, la monstruosidad y encontrará en ellos deleite, sensación, nuevas categorías estéticas para el arte: la “tempestuosa belleza del terror”, decía Shelley) y a una indagación sobre las oscuras profundidades del ser humano: el mal, el deseo de la carne, la crueldad, etc., por medio de la figura misma del vampiro, que las hiperboliza y las cuestiona con su naturaleza y actos. De esta manera, al ser el vampiro un vehículo de la ideología romántica, es también una figura política: Foucault dice que la novela de terror de esta época debe leerse como novela política al ser esta narrativa un reflejo de una nueva economía del poder (¿del pensamiento?) en Europa.[1]

            El vampiro signa la inversión de los valores del cristianismo hegemónico, porque, primeramente, como bien señala Siruela, el vampiro no representa la inmortalidad del alma, sino la del cuerpo: trasgresión de la metafísica religiosa, afirmación de lo terrestre y de la materia humana, herejía de la sangre,[2] estética satánica. Cristo ofrece su sangre, el vampiro la roba; Cristo aparece simbolizado como un cordero; el vampiro es capaz de transformarse en lobo; Cristo se asocia a una paloma blanca; el vampiro a un murciélago negro; Cristo es el sufrimiento, el vampiro el placer; Cristo cura la enfermedad, el vampiro la provoca; Cristo es el día, el vampiro es la noche. Es por ello que algunos teólogos llegaron a escribir que, de existir el vampirismo, sólo podría ser obra del Diablo. Así el encumbramiento del vampiro en la literatura romántica es también el de la rebelión de la época contra Dios: el vampiro trastoca el mundo de los vivos y los muertos “pervirtiendo la esperanza de alcanzar la salvación prometida por el cristianismo de una vida espiritual. En lugar de ello el vampiro  promete –aunque el condiciones sumamente lúgubres– lo que parece ser una continuad de la vida, conservando la cualidad vital y sensual de la carne”;[3] su esencia es por ello diabólica, con toda su carga filosófica y su energía, razón por la que la estética satánica de los poetas románticos, y aun la de los decadentistas, lo acogerá con furor exquisito.[4] El satanismo del vampiro será un elemento decisivo, más o menos explícito y más o menos velado, para la lectura de Drácula: en esta novela los aldeanos de los alrededores asocian al conde con el Diablo;[5];y dicho satanismo será, por otro lado, clave en la célebre versión fílmica de la novela hecha por Francis Ford Coppola (Bram Stoker’s Dracula, 1994) ya que en ella los poderes sobrenaturales, la inmortalidad del conde Drácula se vinculan a un pacto con el Diablo, después de haber abjurado de Dios, enojado contra Él por haber permitido la muerte de su amada mientras él luchaba contra los turcos defendiendo la Iglesia. Para la académica Margo Glantz “el satanismo es una de las condiciones del vampirismo” porque “su sustancia es la muerte”.[6] [7]

            La literatura vampírica clásica, por otro lado, explora otros de los intereses capitales del romanticismo europeo, que tienen que ver, además de con una estética, con una metafísica, una mítica y una psicología. En Alemania, por ejemplo, los cuentos y poemas vampíricos ya referidos durante el repaso histórico que hemos hecho contienen ideas desarrolladas de este tipo y que pervivirán en la narrativa de vampiros posterior: una teoría particular de la vigilia y el sueño, el sueño como reincorporación al alma del cosmos, la aspiración humana a la muerte, la poesía emparentada con la muerte, el amor asociado al terror, la fascinación por lo extraño y lo maravilloso, el poder y las manifestaciones del espíritu, las fuerzas de la oscuridad, etc. En la obra El alma romántica y el sueño (1937) de Albert Béguin[8] podrán rastrearse algunas de estas nociones románticas encontradas en algunos autores de nuestro repaso histórico y que pueden observarse en los textos ya referidos, pero que también aparecerán en muchos otros posteriores, superviviendo en algún grado o en otro hasta nuestros días.

            Por todo lo dicho anteriormente, representando un sector importante del pensamiento, la sensibilidad y la imaginación de su época, Charles Nodier en su Mélanges de littérature et de critique dirá en 1820: “En política sabemos dónde estamos; en poesía nos encontramos en un periodo de pesadilla y de vampiros”.[9] El vampiro es, en mi opinión, el símbolo que representa mejor la crítica al raciocinio de la Ilustración porque, paradójicamente, la efervescencia del vampiro en la cultura europea se desarrolla a la par que la Ilustración (“La edad de oro del vampiro”, como demuestra Tony Faivre, es la misma de las ideas seminales de la modernidad: Hume, Newton, Kant[10]), y terminará siendo, como ya vimos, uno de los símbolos más poderosos y llenos de significación del Romanticismo, entendido, más que como un movimiento artístico, como un movimiento ideológico de reacción y revalorización del misterio ante la vida que la Ilustración pretendía extinguir.[11]

El vampiro es de interés también para los bien o mal llamados decadentistas, agonía del sueño romántico: Paul Verlaine y Baudelaire lo recordarán en su poesía (“Serenata”, del primero; “El vampiro”, “La metamorfosis del vampiro”, del segundo); es entonces cuando el vampiro, como un ser condenado y maldito, se percibe, también, como metáfora del hombre moderno. Dice Claude Keppler que si el vampiro fascina es porque “representa con inmensa fuerza una imagen del hombre contemporáneo” y Siruela agrega que es porque es “la imagen de un hombre muerto en vida que proyecta hacia adelante la tortuosa angustia a la muerte cada vez más negada y ocultada socialmente que la hace cada vez más temible e inquietante”; “en el fondo, el hombre moderno desea inconscientemente ser un vampiro: su nihilismo y su sed desesperada por perpetuar la vida son semejantes. De allí que el vampiro sea el mito moderno por excelencia y su éxito no se detenga”.[12]

Con el gran éxito literario de Drácula inaugurando el siglo XX, cuya influencia en el cine de ese siglo fue notable,[13] [14] el vampirismo en la literatura ha contribuido a debilitar una moralidad burguesa represiva con la sexualidad y el papel de la mujer en la sociedad, y revela, con más fuerzas que nunca, las poderosas fuerzas del espíritu que los psicoanalistas empezarán a estudiar a partir de la psicología freudiana:

El vampiro es el perfecto catalizador de las sombras reprimidas de la sociedad burguesa; aquellas imágenes de la tiniebla que las formas bienpensantes de la burguesía no dejaban escapar a la luz del mundo; pues el artificio de las costumbres sociales no sólo ocultaba el miedo latente que sentían hacia la mujer libre, sino, sobre todo, el íntimo terror que les producía la perversa unión simbólica que se teje alrededor del deseo y el frío temblor que produce la muerte.[15]

De esta manera, el símbolo romántico del vampiro se trasforma en un símbolo de la modernidad, al reinterpretarse, como de hecho se ha seguido reinterpretando sin cesar: el vampiro es el ser metamórfico por excelencia.


[1] Ibídem, p. y 102

[2] Recordemos que de acuerdo con la tradición exegética rabínica, de donde proceden muchas enseñanzas teológicas del cristianismo, la sangre es la sede del alma y pertenece a Yavhé, porque, como dice el Levítico 17:14: “La vida de la carne está en su sangre”, por lo que las religiones de Yavhé prohíben no sólo su ingestión (la sangre es el alimento “natural” del vampiro), sino también su derramamiento.

[3] Siruela J. (2010): Op. cit, p. 22

[4] Ibídem

[5] Oswald Ducrot y Jean-Marie Schaeffer señalan que el nombre de un personaje literario anticipa con frecuencia las propiedades que se elaborarán en la narración; de este modo Drácula, del rumano dracul que significa diablo, está envestido de características diabólicas. Cfr.: Ducrot Oswald y Schaeffer, Jean-Marie (1998): Nuevo diccionario enciclopédico de las ciencias. Arrecife: Madrid, p. 124. Ya Aristóteles referirá que en la literatura es usual usar nombres que llevan en sí mismos las marcas de los vicios de los personajes. Cfr.: Aristóteles (1989): El arte poética. Espasa-Calpe: México, p. 45

[6] Glanz, Margo (1980): Intervención y pretexto. Ensayos de literatura comparada. UNAM: México, p. 179

[7] Recordemos que de acuerdo con la tradición judeocristiana la muerte es producto de la acción del Diablo en el mundo, pues, por haber caído en la tentación del Diablo bajo la forma de la serpiente, Dios condenó a la humanidad, entre otras cosas, a morir.

[8] Béguin, Albert (1954): El alma romántica y el sueño. FCE: México

[9] Siruela, J. (2010): Op. cit., p. 33

[10] Ibídem, p. 32

[11] Esta interpretación coincide en cierta medida con la de Francisco Morales Lomas quien firma que el vampiro es sólo quizá “la contrapartida siniestra del sujeto moderno”, convertido así en algo más que un símbolo por representar todo aquello que escapa a la razón y dibujar los límites de la razón en la figura del monstruo, el cual la Ilustración definía sólo por exclusión. Cfr.: Morales Lomas, Francisco (2013): Op. cit., p. 126

[12] Siruela J. (2010): Op. cit, p. 2

[13] Según el libro Clive Barker’s A-Z of horror, el conde Drácula inspiró en el siglo XX al menos ciento veinte películas en el mundo. Cfr.: Lazo, Norma (2004): Op. cit., p. 68

[14] Para Tola de Habich será el cine del siglo XX, más que la literatura, el que recreará a Drácula. Cfr.: Tola de Habich, F. (2009): Op. cit.

[15] Siruela J. (2010): Op. cit., p. 43