El verano es para la malolencia,
la enfermedad, la muerte y la putrefacción.
Hay un hedor a carne podrida en el mercado
y las mujeres lo circulan tapándose la cara.
La cañería abierta por los chubascos
ha desbordado las heces
que flotan en arroyos espumosos
donde juegan niños famélicos.

Hombres trabajan semidesnudos en las aceras
y el olor de sus axilas nos marea.
Los perros buscan a otros para olerles el ano,
montarlos, comunicarles el parvovirus.
Hay tedio. Niñas baten inútilmente el aire
con abanicos sobre sus rostros,
respirando esporas nocivas.

¿Ya hablamos de las larvas que al salir aladas,
triunfales de pozos de agua verdosa,
nos darán la fiebre y el dolor de huesos
que dura hasta la consunción?

Los mangos están manchados
de una marca negra que los emparienta con Satán.
De quien lo coma,
el gusano vil camuflajeado en la pulpa,
contoneándosele en las entrañas,
vaciará las vísceras
para exponerlas en medio del vómito.

Moscas estúpidas revolotean
alrededor de una bolsa de agua
colgada como un falso farol.

Y al alejarnos hacia los valles,
donde imaginamos un Paraíso que nunca tuvimos,
sólo oiremos un coro pesado
de sapos hinchados de fealdad
y una nube de mosquitos nos asaltará.

Las epidemias exterminan en verano
a los más pobres y desafortunados:
es la selección natural de Dios