Ha nacido adentro de sí.
Es una garza y un monstruo. Es un carcaj lleno de flechas
y risa mutilada.
Sus piernas son el deporte. Y el amor es un frasco de medicamentos
que quiere tomar sin poder.
“Piensa en mí cuando el día huya”,
le da dicho en secreto en su almohada
a una presencia ausente y nebular.
Por la espalda bajan el ciempiés, los sapos, los toros;
y en la articulación de los balones con los charcos
el calzado es invadido y apesta.
Todo momento un remolino se aproxima al llano
marcado con latas y cubetas y lo barre
y lo borra. Y lo reaparece tras los matorrales.

En el pastel del cumpleaños embarró su camisa.
Gitanos aparecieron y exaltaron las miradas:
colores que se no habían presentido,
lascivos, como soles dispuestos para la masturbación.
Y caderas anchas por gordas. Y sables que bajan
por la garganta. Pero todo eso es un vaho azul,
humo de cigarros prohibidos. Porque una cara
no es el astro que cae; ni el durazno pudriéndose.
Y sufre en los agujeritos.

Sángrate. Pues la sangre esconde todo: los polvos
con que los magos embriagan niños
y los llevan quién sabe a donde;
mareas donde las sirenas ondulan
(¿por qué las sirenas no tienen vagina o ano?)
Es como toser, la risa nerviosa o la vergüenza
al salir del baño con la toalla enredada.

El espejo queda mancillado:
la secreción fue dispersada en un juego de lunas en fuga.
El pus recordó papillas para bebé.

Como una atracción de luces rojas, apenas anochecido,
el placer es también remordimiento.
Pero sería también la barba de los hombres
que se rasura y resucita: indiferente pólvora.
Una carretera al otro lado que conduce a las cantinas,
más allá de la carpintería. Pero ya la carpa vuelve, morada,
y erecta reta a las constelaciones.
Y has querido acercarte, justo en la madrugada,
porque te han dicho que los gitanos
adoran al Diablo.