Huele sus propios olores.
No quiere ir a donde ellos. Pero sus baños atraen.
Cementos cuadriculados condesan finas autoridades
y el sarro sería también sexual.
Los calzoncillos son blancos
y ahora es el clima de los pájaros llamados aquí zanates;
las nubes revuelven canciones que dejan un rastro de cuadernos
y lápices olvidados. Pero es el verano aún; y si otoño,
es un foco caliente a las seis de la tarde.
(el domingo en esta calle hay un puesto:
el cerdo es hervido en un caldero repleto de aceite;
borbotea y los cuellos se esmaltan).
El hueso alarga sus cavernas, puentes e intersticios.
Y es el hambre estelar: la mostaza, la mayonesa, finas rebabas.

El alcohol es combustible para animales.
Los niños son brutales y se someten mutuamente.
Es ahora la parsimonia una pobreza
de la ropa, caravanas que se despueblan con la luz última;
pero encontrarías un trébol y lo comerías antes de llegar a casa.
Un espejito en la calle. Un trozo de centellas
se vislumbra antes del fragor de las trompetas:
las anunciaciones del circo, el carnaval.
¡Es la religión!, mezclando la culpa con la llovizna inocente.
Y huye tras de sí: no es un reguero de sangre:
es un acontecer de música,
teclados que celebran. Bajan los cuervos y celebran el ritual.
Él no lo sabe. Es el Oficio.

Está ensimismado. Está aún dentro sin escapar.
Fue por la melcocha en su suela:
las alas del escarabajo como paraísos desgarrados; y se despegó
una pestilencia como una bomba.
Una sensación de estar sucio y querer regaderas.
Pero el pene es aún pequeño.
Y las miradas, discretas, se atreven en los orinales.
Las canchas se adornan con confeti y palmas recortadas
para una fiesta cualquiera, sin diversión.
La fiesta vendrá; y será algo que se hace a lamidas
con los ojos cerrados. No el azúcar: la grasa.

La bandera se despliega y asesina a todos los niños.
Ahora el dragón llega y eructa el fuego: es el renacimiento,
las escamas raspadas y brillantes;
y el reptar sobre sí mismo, sobre los otros,
y tentarlos con la sabiduría ancestral

de la insidia.